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21 diciembre 2008

EL NIÑO CAMPESINO Y SUS JUGUETES


Mi padre escribió, hace ya algunas décadas, dos hermosos cuentos: "El crup" y "La veranera pascual". En ellos recreaba sus recuerdos de infancia sazonados con una buena dosis de imaginación. Transcu­rri­dos los años, aquellas hermosas inspiraciones orejanas se extraviaron en algún olvidado y viejo baúl de la casa. Sin embargo, recuerdo que el primero de los relatos trataba de las enferme­dades que padecían los niños azuerenses que vivieron durante las primeras décadas del siglo. La gente denominaba por aquellas calendas "crup" a una "extraña" enfermedad que hacía estragos entre los párvulos de nuestras campiñas. El famoso "crup" no era otra cosa que la difteria, una enfermedad virulenta y contagiosa que atacaba las gargantas de los infantes, pereciendo éstos por asfixia y falta de atenciones médicas. Todo ello acontecía porque al inicio del Siglo XX la medicina científica era escasa y la naturaleza, siempre previsora, encontraba en las numerosas proles un mecanismo para el equilibrio poblacional.
El otro de los cuentos indicados, "La veranera pascual", retomaba la misma problemática y la ambientaba en la época cuando los villancicos anuncian la venida del Señor y los campos interiora­nos se llenan de campanillas veraneras. El imaginario relato narraba la historia de un niño campesino que se desvivía por poseer una armónica; siendo ésta última su más anhelado juguete.
Cuentos como los aludidos revisten para los estudiosos de nuestro medio una gran importancia. Nos demuestran que algo se maduraba en el tejido social de nuestras regiones interioranas. En Azuero, por ejemplo, por aquellos años los niños campesinos vieron llegar a nuestras costas la escuela, la carrete­ra, los primeros médicos y enfermeras, autos y aeroplanos, así como el arribo de nuevos juguetes. Sucesos todos que son signos inequívocos del cambio social y cultural que desde entonces se ha enquistado en la campiña.
Sabemos que mientras el Interior se mantuvo poco incorporado a los esquemas de desarrollo nacional, el hombre nuestro vio condicionada sus creaciones culturales por su medio social. En este contexto, los juguetes, como cualquier otro producto cultural, no escaparon al influjo de esa máxima de tipo sociológica.
Hasta mediados de la vigésima centuria es probable que los juguetes de los niños campesinos mantuvieron casi que de manera integral su vínculo con el medio. Además, se caracterizaron por promover la actividad psicomotora en el niño, teniendo como rasgo distintivo el no ser mecánicos. Se trató de juguetes elaborados con virulís, tusas, carrizos de papayos, botellas, retazos de tablas y varitas de los montes. En un mundo típicamente tradicio­nal, los juguetes reforza­ban las divisiones de género sexual y de actividad económi­ca. Tales artefactos, destinados a encauzar el ocio de los jóvenes, estimulaban en las niñas las labores hogareñas y propias de las mujeres del campo. Las jovencitas se congregaban para jugar con sus muñecas de trapo y de tusas de maíz debajo de árboles en donde unas improvisadas covachas le servían de cobijo; mientras, freían guineos chinos y un humeante arroz se cocía sobre unas improvisadas piedras que hacían de estufa. No muy lejos de ellas, los niños fingían tener dificultades con una carreta en la que dos botellas representaban una yunta de bueyes. Otros, más inquietos, no resistían el reto de montar un caballito de palo o de agredir con sus biombos a alguna desprevenida avecilla silvestre.
Fueron muchos los juguetes utilizados. Además de los que arriba he señalado, una muestra más ambiciosa podría incluir a los que paso a detallar: la carretita y su yunta de bueyes, el macho, la mona, el molinete, la cometa ( y sus similares de panderos y cajones), el caballito de palo, el tractorcito, el cacho de palma, los zancos, zumbador de platillos, puercas, bolas, canoas o barcos de concha de jobo, aprisionamiento de cocuyos y corroco­cos (rojines), etc. Evidentemente, los juguetes estaban acompañados casi siempre por juegos colectivos, en los que el trabajo en equipo socializaba al párvulo en el desempeño de futuras faenas comunita­rias. Tales fueron los casos de la lata, la rayuela, las peniten­cias, la pájara pinta, ato ambó, la libertad, uno/dos/tres..­­queso, mirón mirón, entre otros.
Largo sería enumerar todo un conjunto de actividades que incluían una gran variedad de eventos. Se trataba de juegos, juguetes, cantos y trabalenguas ("Si Pancha plancha con cuatro planchas, ¿con cuántas planchas, plancha Pancha ?"). Lo cierto es que el niño y sus juguetes estaban integrados a un sistema social que respondía a sus necesidades de crecimiento interior y de proyección comunita­ria. Todos estos juguetes no venían hechos, no estaban prefabrica­dos, ni lucían una etiqueta que decía "Made in.... De alguna manera lo atrayente de los juguetes era el hecho de que el niño participaba en su elaboración y era libre de edificar su propio proyecto. Se disfrutaban todas aquellas cosas porque el chiquilín era fundamentalmente un creador, un artesano en el pleno sentido de la palabra, un infante que aprendía haciendo y para el cual el arte formaba parte de su vida cotidiana.
Traemos a debate esta problemática del niño campesino y sus juguetes ( aunque también estoy seguro que podríamos decir el niño citadino y sus juguetes), porque nos inquieta la desnaturalización y enajenación creciente que representan los juguetes de los "sambitos" de hoy. No se trata de que todo tiempo pasado fue mejor, ni tan siquiera de lo caro que están los juguetes en la actualidad, sino de las consecuencias que se derivan de existir juguetes fuera de contexto social, carentes de significado trascendente y propiciadores de una diversión hueca. Los nuevos juguetes no integran, socializan la violencia y estimulan en nuestros niños los más negativos y atávicos sentimientos del ser humano. En el fondo, gran parte de la comercialización que los acompaña, representa la más ruín y descarada violación de los derechos del niño panameño.La guerra de las galaxias, los monstruos surgidos del fondo de los océanos, los John, las Barbie, las réplicas de los helicópte­ros del 20 de diciembre panameño están ya a la venta. Y uno, pobre padre atrapado en la comercialización, luego de pasarse ahorrando todo un año para comprarlos, también se suma a la cultura de masas navideña. Tanto puede la presión social, que a veces nos converti­mos en cómplice por omisión, guardamos silencio y compramos otro juguete mecánico más. Sin embargo, en el recodo de nuestra alma, en algún obscuro rinconcito de nuestro yo interior, un niño campesino llora al recordar aquellos juguetes en desuso que tanto hicieron por nosotros.

Texto: Milcíades Pinzón Rodríguez
Foto: Alcibíades Cortés

10 diciembre 2008

NAVIDAD OREJANA VS NAVIDAD NÓRDICA

Casi resulta una perogrullada el afirmar que Azuero es una península. Empero, la constatación de tal accidente geográfico resulta vital para comprender lo peculiar del momento que viven los habitantes de nuestra área geográfica al final del año. Porque, en efecto, acontece que en diciembre la Natividad del Señor coincide con el final del invierno y el inicio del largo estío azuerense.
Todo canta por estos lares la alegría del renacer de una nueva época. Soplan los vientos alisios y el Céfiro juega entre las copas de los árboles; sobre los caminos que conducen a los ríos, una profusión de campanillas veraneras saluda el advenimiento del que nació en un pesebre; los madroños -novias de la naturaleza-, se visten de blanco y los niños empinan sus polícromas cometas.
En esta tierra, ayer fue la comunión entre Natura y los hombres. Navidad era el niño campesino jugando con muñecas de trapo, la ilusión de una manzana en la tienda del pueblo o el goce de la finalización del año escolar. Para otros, como en la Villa de Los Santos, la Pascua era la algarabía de pequeñuelos que con sus "puercas" (rudimentarios pitos elaborados con carrizos de papayo) irrumpían en la Misa del Gallo. Párvulos que se satisfacían jugando con rudimentarias y minúsculas carretas tiradas por "yuntas de bueyes", con imaginarios toros de botellas de gaseosas. Navidad, "posadas" y villancicos entonados por coros juveniles que hacían sonar sus panderetas elaboradas con platillos. De alguna manera, en aquella época, el San Nicolás, la virgen María y San José calzaban cutarras y entonaban décimas.
Esa Navidad del ayer, hoy apenas si se deja entrever por entre las rendijas que la televisión permite. Y es que en los años cincuenta, quizás se inició ese rápido declinar de una festividad que en nuestra Península se hizo, con el canto rodado de los siglos, a nuestra medida. Transición que en menos de cincuenta años ha destruido el legado de cuatro siglos.
Los niños no piden por estas calendas una armónica, sino complejos juegos electrónicos donde algunos monstruos intergalácticos destruyen mundos ignotos. Una Barbie sonríe, mientras descansa sobre un taburete; "Santa Cló" se ha posesionado de las puertas con sus trineos de países nórdicos, mientras en la calle el verano hace de las suyas; se chamusca un pino importado, con sus cientos de luces multicolores, al par que los "cachitos", que otrora fueron nuestro símbolo navideño, ya casi han desaparecido de las costas.
Tal es el legado de la nueva época. Los "costos del progreso", dirán algunos. Y, es probable que tengan razón. Hoy la Navidad ya no es la misma; no sólo porque añoramos la infancia que no volverá, sino porque San Nicolás reemplazó la carreta por su trineo y hasta acá se escucha el tintineo de su caja registradora. Lo que ganamos en "civilización", lo perdimos en espiritualidad. Mientras tanto, en un rincón de la casa de quincha del abuelo, un viejo remolinete escucha cómo el viento entona un villancico entre las cañazas del techo de tejas, en una Navidad que ya no es la suya.

04 diciembre 2008

EDWIN MOLINA JAÉN, APORTE Y EJEMPLO CIUDADANO

1. TIEMPOS DE RENOVACIÓN. Ubiquémonos en el momento histórico de nuestro relato, cuando inicia y desarrolla su experiencia existencial nuestro biografiado. Estamos a finales de los años sesenta e inicios de los polémicos años setenta del Siglo XX. Dentro de poco un nefasto golpe de estado sumirá la nación en un período de sombras. El país está convulsionado, los partidos políticos lucen emblemas que muestran un zoológico de imágenes que interacción con símbolos campesinos. Conviven gallos, carretas, campanas, mazorcas, venados y una larga lista de distintivos con los que se ha de identificar el incauto e ingenuo votante. El mecanismo clientelista funciona en el marco de una sociedad con altos índices de analfabetismo y escasez de colegios secundarios. En las áreas interioranas existe un centro de educación secundaria por provincia, algunas de ellas con mejor suerte a duras penas superan ese guarismo. La educación superior despunta y es promesa que ha de fructificar en décadas posteriores.
En verdad los colegios no son muchos, pero la calidad suple con creces las expresiones cuantitativas. Ya la Provincia de Los Santos se comunica con la capital de la república por la carretera que con visión de patria construyó el Dr. Belisario Porras Barahona. Unas décadas después de construirse tal vínculo terrestre, los barcos provenientes de la nación y tierra orejana dejan de viajar a la urbe capitalina. Hay problemas, pero afortunadamente el campo es heredero de la política liberal de los años veinte. Se cree en la educación, al estilo de Jephta B. Duncan, Eusebio A. Morales, Octavio Méndez Pereira y José Daniel Crespo. Sin embargo, los visionarios que forjaron la nación tienen sus días contados. Mientras tanto, una nueva legión de panameños se forja en los claustros del Instituto Nacional y la Escuela Normal Juan Demóstenes Arosemena. Casi todos ellos nacen en la década del treinta y los años cuarenta. Hacia los años cincuenta y sesenta, en el contexto ya descrito, eclosionará esa camada de nuevos hombres y mujeres de guayacán y macano negro.
La provincia no puede evitar la marcha de los nuevos tiempos, el mundo cambia a pasos agigantados. En Las Tablas y pueblos circunvecinos el santeño apenas logra sobreponerse de la magia de la radio (con HOJ2, Ondas del Canajagua), cuando mira aparecer el símbolo de la huaca indígena en la pantalla chica. Modernidad y mundo precolombino en la mass media, fenómeno sociológico al que le dedica un artículo la Revista Visión de aquellas calendas.
Atónitos y boquiabiertos, entre incrédulos y sorprendidos, nuestros paisanos miran y escuchan al Fat Fernández presentando Telenoticias RPC. La televisión viene a retar el encanto de Tardecitas de mi pueblo, revista radial que auspicia el establecimiento comercial de Pablo Ardito Barleta. Estamos ante un signo importante de los nuevos tiempos. Los literatos regionales así lo intuyen y Antonio Moscoso escribe desde la austral Pedasí su novela Bushí (Bushman). No está sólo en el empeño, porque el guarareño José del C. Saavedra publica Alma de Azuero. En Tonosí un autodidacta se empeña en escribir luminosos ensayos sobre su pueblo natal. Heliodoro “Lolo” Valdés es un Quijote en la tierra de Cerro Quema y del valle ubérrimo y feraz. Mientras tanto, lejos de la provincia, miles de emigrantes santeños sufren de cabanga y auto desterrados padecen esa nostalgia que los gallegos llaman morriña y los portugueses saudade. Sin saberlo aún no han tomado conciencia de que son una nación, pero el tiempo se encargará de demostrarlo con hechos. La Moñona sonríe y mira complacida al parque que lleva el nombre del Caudillo Tableño.

2. 10 DE JUNIO DE 1930. Próximo a la Ciudad de Las Tablas está enclavado en el asiento poblacional de Santo Domingo, un conjunto de casas de quincha que antiguamente la gente conoce como La Teta y que mucho antes denominaron Rincón Grande. En este villorrio acaba de nacer un niño al que sus padres (Marta Jaén Cárdenas y Arcadio Molina Rodríguez) bautizan como Edwin Raúl Molina Jaén. El párvulo crece en el conglomerado de vernaculares casas que inspiraron años después a Arquímedes “Melli” Herrera para componer la famosa tonada que exalta al terruño. Toda Panamá cantará: “Santo Domingo es un pueblo lindo grande y bonito donde nací”.
En este poblado, como en el resto de la península, los niños se amamantan con leche materna, pero también se nutren a golpe de tambor, polleras, montunos y las melodías inmortales de Francisco “Chico Purio” Ramírez, José de La Rosa Cedeño, Artemio Córdoba, “Sombre” Herrera, Abraham Vergara, los acordeones de Rogelio “Gelo” Córdoba y Daniel Dorando Cárdenas Gutiérrez, así como las inspiraciones de innumerables santeños que sienten en su pecho el latido de la patria. Por aquellas calendas, años treinta, en el campo no hay prensa, radio, ni televisión, pero la escuela es un templo del saber. Muchos maestros no están titulados, pero dejan a su paso una estela de valores y una aureola de buenos ejemplos. La escolaridad es baja, el campesino está poco instruido pero es culto y educado. Respeta la etiqueta social y aún preserva los valores de convivencia social.
Nuestro paisano Edwin Molina Jaén crece en este entorno mágico, rural, bucólico y pletórico de imágenes sensoriales de los años treinta, cuarenta y cincuenta. Mundo hermoso, con perotes, a la orilla del Pacífico panameño y bajo la mirada escrutadora del Canajagua. Esa cosmovisión pesará mucho en su vida, porque en la Provincia de Los Santos nada se hace sin que una vez al día miremos la mole tectónica más emblemática de la región de Cubitá, el “Canajagua gigante y cautivo”.
Llegado el tiempo estudia en la escuela primaria de su pueblo natal y continúa con posterioridad en la Escuela Modelo Presidente Porras de la Ciudad de Las Tablas. En esta misma capital provincial acude al Primer Ciclo Secundario. Para culminar su bachillerato se traslada a Santiago de Veraguas. Los claustros de la Escuela Normal Juan Demóstenes Arosemena conocen de sus pasos e ilusiones de panameño raizal. Al poco tiempo es un maestro de enseñanza primaria que otea nuevos horizontes y saborea las mieles del saber. Ahora comprende que la educación superior ha de ser su próximo peldaño. En la Universidad de Panamá se recibe como Profesor de Geografía e Historia.
La docencia es su vida, porque forjado con convicciones liberales advierte que en la educación radica la redención del país. Su hoja de vida es elocuente: Maestro en su pueblo natal y en la Escuela República de Guatemala (Pueblo Nuevo, Panamá), Inspector del Internado de Varones de la Escuela Normal Juan Demóstenes Arosemena, Profesor en el Colegio Abel Bravo de Colón, docente en el Instituto Nicolás Victoria Jaén y en la Escuela Secundaria de Las Tablas. En este último centro de enseñanza tiene el honor de ser el cuarto director titular del plantel, período que muchos recordamos como la época de oro del Colegio Manuel María Tejada Roca.
Difícilmente un hombre de la talla intelectual y reciedumbre moral del Profesor Molina se conformará con el centro de enseñanza como un mecanismo para aislarse del mundo y esperar plácidamente la jubilación. Estudia, piensa y actúa. Por ejemplo, a él debemos los santeños un aporte trascendental y que no le ha sido suficientemente reconocido. El profesor Molina es un zapador de la educación superior santeña, ya que junto a otros pioneros hizo posible el surgimiento de la Extensión Universitaria de Las Tablas. En efecto, durante el período 1965 -1968 fue profesor y Secretario Administrativo de esa institución de educación superior cuya espiral ascendente la truncó el golpe de estado de 1968.
En lo que podríamos denominar la tercera etapa de su fructífera labor, siendo la primera la de maestro de escuela primaria y la segunda su desempeño como profesor de educación media, ejerce como catedrático universitario y se desempaña en instituciones nacionales e internacionales. Así, por ejemplo, es Director y Organizador del Centro Audiovisual de la Universidad de Panamá, Director de Cursos y Jefe de Medios Audiovisuales del Instituto de Formación Profesional del IFARHU, así como Director de la Escuela de Formación Pedagógica y del Departamento de Didáctica y Tecnología Educativa de la Facultad de Ciencias de Educación de la Universidad de Panamá.
En su vida el santeño Molina Jaén ha dejado una estela de realizaciones, porque además de su valía personal, siempre ha sido celoso de su formación intelectual. El maestro de escuela primaria y profesor de segunda enseñanza, amplió sus estudios en instituciones de enseñanza internacionales. Se recibe en Administración y Supervisión Escolar en la Universidad del Pacífico, en Stockton, California. En Sao Pablo, Brasil, se hace merecedor a un Postgrado en Comunicación, Tecnología Educativa y Organización de Centros Audiovisuales. Además, en Turín, Italia, y en París, Francia, le vemos instruirse en Técnicas Audiovisuales en el Centro Internacional de Capacitación de la OIT. Como si fuera poco, ya maduro, en la Universidad Tecnológica de Panamá, adquiere un Postgrado en Informática Aplicada a la Educación.
Debo decir que el Profesor Molina Jaén, así como ama su tierra y los valores propios del santeñismo, ha dado al país una prole que es producto de su casamiento con Odalilia Rivera Cedeño de Molina con la que posee tres hijos y ya cuenta con cinco nietos. Premio y regalo de Dios para un hombre productivo, culto y de proyección social.
Sin embargo, ya sabemos que en este país que amamos las cosas no siempre son de color de rosa. Para vergüenza de la patria e insulto a la inteligencia, hace unos años un hombre con las ejecutorias de nuestro biografiado tuvo que abandonar la Casa de Méndez Pereira para cumplir con los designios legales que castigan la vida proba y para la que ser geronte era un pecado. Es decir, los panameños no podemos tener algunos años encima y mostrar una hoja de vida llena de realizaciones. Al parecer algunos istmeños no han aprendido a respetar las canas y la inteligencia; deberían emular la cultura y los valores del campesino santeño, el perínclito orejano del que hablaba Porras. Claro que el suceso para nada demerita la estela existencial que ha dejado a su paso este varón que nació en la Tierra de Los Perotes. Yo simplemente lo consigno aquí por respeto a su legado, aunque mis palabras se las lleve el viento y queden enganchadas en la rama de un íngrimo palo de guácimo.

3. EL APORTE DEL TABLEÑO. Se ha repetido hasta el cansancio que todo hombre es el producto de su época y de sus circunstancias, y yo no voy aquí a contradecir esa verdad axiomática. Más debo añadir que el ser humano es también un poco lo que desea ser, porque los hombres no somos juguetes del destino, por mucho que éste pueda torcernos el camino y estemos tentados de atribuirle a nuestro sino las desdichas que nosotros mismos forjamos.
Es verdad, un hombre con la mirada puesta en el horizonte de sus desvelos puede más que mil Sansones, aunque de vez en cuando pueda aparecer un troglodita con deseos de cortarle la cabellera.
Molina Jaén siempre supo que el provenir de una cuna humilde no es una mácula social, como el nacer en el campo santeño no es un estigma; todo lo contrario, es la gloria de ver los amaneceres en nuestra región festiva y trabajadora. Siempre he pensado que lo campesino es una condecoración para el alma y un atributo del que tuvo la dicha de escuchar el canto de la perdiz en la hondonada y el lamento melancólico de la lebruna entre la espesura del bosque.
Muchos hombres y mujeres son ejemplo, aunque no lo quieran y sus personalidades busquen en el anonimato el silencio para huir de la loa fácil, a veces rastrera e interesada. Sin ánimo de caer en postura alabardera, donde la hipérbole se aleja demasiado de la realidad, me atrevo a afirmar que el Profesor Edwin Molina Jaén es un profesional paradigmático, un orejano de Santo Domingo que es fiel heredero de la estirpe que se nutre de santeños como Belisario Porras Barahona, Sergio González Ruiz, Rufina Alfaro, Francisco Samaniego, Zoraida Díaz, José de La Rosa Poveda y una privilegiada lista de prohombres que han construida nuestra sociedad y nuestra cultura con mentes luminosas y manos de alfarero. Molina Jaén ha recorrido mundo, pero sus querencias están en su tierra, en el recuerdo imperecedero del arrullo de su madre y en las postales históricas de su padre, Arcadio Molina, que captó para siempre ese instante fugaz del ayer tableño.
En lo personal doy fe de su docencia. Cuando Molina Jaén dirigía la Escuela Secundaria de Las Tablas, hoy Colegio Manuel María Tejada Roca, yo me encontraba entre la heterogénea muchachada que acudíamos de los campos a ese centro del saber. Nuestras ropas olían a albahaca y uno que otro abrojo se adhería a nuestros pantalones. Era campesino y sigo siéndolo. Había dos jornadas de labores y las “chivas” nos llevaban y traían. “Chago el de Mima” viajaba desde Guararé y “Chinda” hacía lo suyo desde Santo Domingo. En este colegio, un día que siempre recordaré, acudimos al aula máxima del plantel porque el director iba a dar una conferencia. Aquello fue un novedoso espectáculo para mis ojos de joven nacido de un comerciante y una campesina de La Guaca. La charla para nada se parecía a lo que hasta entonces había visto, con diapositivas que ilustraban lo que el conferencista iba planteando con seguridad y fluidez de verbo. Yo escuchaba embelesado la historia de Panamá narrada en forma amena. Ese día pensé que a lo mejor alguna vez, nosotros los que aún éramos jóvenes, quizás tendríamos la oportunidad de hablar como aquel santeño, pulcramente vestido y de hablar pausado. La personalidad del director convencía, porque desde los salones se sentía respeto por él y nunca temor, aunque en el salón le llamábamos “El tigre Molina”; mote cariñoso con el que reverenciábamos su apego a los valores, a la jerarquía y a las buenas costumbres.
Aquellos fueron tiempos hermosos, época que en modo alguno rememoro para hacer una narración nostálgica de la sociedad rural de antaño, con su Señiles y los pujos de La Tepesa. En el fondo lo que deseo subrayar es el compromiso de patria que se esconde tras las jornadas laborales de este brillante hijo de Santo Domingo de Las Tablas. Molina Jaén supo ser docente en el sentido más excelso de la palabra. Nadie puede negar que este orejano, ya como catedrático de la Universidad de Panamá, locutor en Ondas del Canajagua, maestro de escuela primaria, profesor y director de escuela secundaria, asesor y escritor de fina pluma, ha dejado en alto al hombre del Panamá Profundo.
Hace poco leí su último aporte bibliográfico (HOJ2 ONDAS DEL CANAJAGUA. Rumbo al 60 aniversario) en el que narra la historia de la más antigua de las emisoras santeñas. Otras veces he tenido la satisfacción de escucharle por el hilo telefónico (si es que en la sociedad de la información podemos aún utilizar esta expresión), para compartir su interés por un tema o entrarme de un artículo de opinión que ha publicado en los diarios nacionales.
En fin, así es el Profesor Edwin R. Molina Jaén, quien a sus setenta y ocho años, aún sigue siendo ese joven de espíritu que una vez conocí bajo los aleros del Colegio Manuel María Tejada Roca.
Dios le guarde y le proteja, MAESTRO.

* Disertación en la Ciudad de Las Tablas el día sábado 29 de noviembre de 2008. Evento organizado por la Fundación Juan Antonio Rodríguez.

01 diciembre 2008

SOCIOLOGÍA DE LA TUSA



Nuestra intención al hablar sobre la importancia de la tusa podrá parecer un esfuerzo poco cuerdo dentro de una disciplina académica como la sociología. No es mi propósito sugerir la descabellada idea de instaurar una nueva especialidad en la disciplina que fundara Augusto Comte. Recurro a este título, un poco en broma y en serio, para intentar reparar el agravio que se ha infringido a uno de los objetos más preciados de la sociedad campesina. Porque el punto es que la tusa nunca ha recibido la atención que se merece. Al contrario, ella ha llegado a ser sinónimo de cosa inservible, de ser sin importancia, de paria agrícola. La verdad sea dicha, la inseparable amiga del maíz ha pasado de la grandeza a la desventura en un país en donde el agro se ahoga entre bancos y barcos.
La tusa, para el que todavía no sepa de que se trata, es ese cuesco de la mazorca que las culturas han denominado de diferentes formas: olote, carozo, coronta, raspa y zuro. Problemas de lengua y habla de pueblos indígenas y mestizos en donde el maíz desempeñó un papel protagónico. Por allí, en Centroamérica, Miguel Angel Asturias le dedicó toda una novela bajo el sugestivo título de Hombres de Maíz. Tusa y maíz, maíz y tusa, ambos están indisolublemente ligados y al hablar de uno de ellos tenemos que hacerlo en el contexto del otro.
El maíz ha sido el plato por excelencia del aborigen y al llegar los españoles el mismo ya se había extendido de norte a sur. En Panamá, por ejemplo, nos cuenta el cronista Espinosa que a su arribo a Natá era cuantioso el cultivo del grano. Ya en la actual región de Azuero, el hispánico conquistador bautiza con el nombre de “Río de Los Maizales” al que después se denominará Río La Villa.
De modo que en América, durante miles de años, el maíz se integró al hombre y el hombre al maíz; en un extraordinario ejemplo de lo que son capaces los sistemas sociales cuando se respeta a la naturaleza y ésta se constituye en soporte de los primeros. Dialéctica de la conservación y del desarrollo sostenible que no terminamos de aprender.
Al igual que el maíz, múltiples usos tuvo la tusa en nuestra cultura de raíces campesinas. Sólo hay que recordar cómo las piaras hambrientas se la disputaban cuando el maíz era desprendido de ella; pasando a cumplir el último labores de mayor jerarquía alimenticia. En cambio, la tusa quedaba a un lado, como un desecho, mientras el grano corría mejor suerte: humeantes changas, deliciosos pastelitos, mazamorra, serén, entre otras delicias de la gastronomía orejana.
Aquellas sociedades vivían del maíz y para ellas el grano era un regalo de los dioses; siendo cultivada la planta herbácea en la vega de los principales ríos. Allí vivió su gloria, gozando de un triunfo que se prolongó por varias centurias, hasta el momento cuando el trigo lo destronó de su rol protagónico y, de cierta manera, comenzó su declinación. Hoy observamos cómo, morando en sociedades de maíz, tenemos que ser partícipes de la irracional conducta de consumir “michas”, rosquitas y viriles; todas elaboradas con harina de trigo en un país en donde el foráneo cereal no se cultiva. Cosas de país subdesarrollado que dedica millones de balboas a consumir un producto que no produce.
Pues bien, esa misma decadencia ha venido a reflejarse en la tusa, compañera inseparable del grano de origen americano. Como hemos indicado, variados usos se le dio a ella, desde servir de soporte para el cuerpo de una muñeca campesina, improvisado mechón de rancho y casas de quincha, hasta ejercer la nada agradable función de papel higiénico. Porque hay que recordar que antiguamente era muy corriente encontrar en los llamados “servicios de hueco”, una lata repleta de tusas. Por algo, aún se escucha decir a nuestro pueblo (que de todo hace un chiste) que la tusa no sólo limpiaba, sino que simultáneamente tenía la virtud de rascar y peinar. Tusa que no sólo servía para cumplir la tan necesaria función de aseo en la parte de la anatomía que te estás imaginando, sino para calmar en una noche de insomnio el prurito de un molesto pie de atleta. ¡ Ay !... si las tusas hablaran.
En la tradicional sociedad orejana ella asomó su faz en los jorones y luego de desgranada la panoja, era guardada en sacos. Jorones de maíz y tusa que fueron el orgullo de la cultura campesina que disfrutaron nuestros abuelos. Todo un mundo de maizal, capullo, granos de maíz y tusas.
En fin, reflexionando sobre la triste historia de la tusa, cae uno en cuenta que muchas otras facetas del Panamá que construyeron nuestros antepasados, también ha experimentado el vía crucis del hermoso escaparate del maíz. Así, las refrescantes y nutritivas chichas fueron reemplazadas por las gaseosas, el sombrero pintado por las gorras, las tejas por el zinc y la solidaridad humana por el mercantilismo.
Dentro de su humildad, la tusa guarda para nosotros una enseñanza. Parece decirnos que aunque todo se vuelve moderno, globalizado, lleno de reingeniería y calidad total, debemos aprender de su experiencia popular. Actúa con cautela -pregona-, porque tras el nuevo modelo económico, los grandes poderes transnacionales deparan a nuestras sociedades un destino de tusa.
Tomado de Ágora y Totuma. Año 7, # 117, 30/V/98