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04 octubre 2016

ARTEMIO





Estoy harto de la ciudad, de las calles ruidosas y de la vida prestada que llevo. Nací en el campo y nunca me acostumbré a la tensión de las mañanas y a estos escandalosos Diablos Rojos. Son cuarenta años de mi vida, de laborar y soñar despierto. Creí que podría labrarme un destino más allá de las mazorcas y las boñigas. Llegue con muchas esperanzas, porque me dijeron que con el Canal todo era diferente y que en pocos años podría ahorrar y regresar para montar mi negocio. Admito que fue mejor que haberme quedado en mi pueblo. Acá trabajé en un ministerio, terminé mi secundaria y por allí logré un titulito en la Universidad. Pero detesto esta ciudad con olor a casa podrida, a cuarto de inquilinato. Allí estuve, en un cuartito frente a la bahía, por un dato que me dio un paisano, entonces comprendí a Korsi, “cuartos donde no entre el sol, que el sol es aristocrático”. A cada rato pasaba por el mercado público y me daba un no sé qué el escuchar aquellos acordeones en el traganíquel de la Cantina Chucu Chucu. El mar me recordaba las costas de mi península y entonces la mente no dejaba de pensar en todo aquello que había dejado, con mi madre habitando aquella vieja casa de quincha. Fue difícil todo, muy difícil vivir un mundo esquizofrénico. Estar aquí y tener la mente allá, pendiente de las noticias y de esa secreta esperanza que se agolpaba en mi pecho al ver pasar el busito de la ruta Las Tablas-Panamá. Lo miraba desde el bus y volvía a leer esas palabras mágicas, Las Tablas-Panamá. Parto difícil el de emigrante. Al principio nada era más importante que regresar y poder saludar a mi gente y a esos amigos del pueblo que siempre creyeron que tuve éxitos por acá.. Quizás por ello fui mucho al Cosita Buena, porque me carcomía la nostalgia. Yo no sé por qué, pero cuando se está en la ciudad, aquella gente que nunca te habló en el pueblito, al vivir su soledad de citadino, siente igualmente el impulso irrefrenable de cruzar unas palabras con ese paisano al que no le paró bolas. Mi mujer la conocí en un baile que amenizaba Dorindo Cárdenas, cuando bailaba aquel éxito que se llamaba “Por ella” (“Por ella es que estoy así, por ella es que estoy enfermo, me voy a dejar morir por falta de este remedio”). Lidia, siempre fue buena, tanto que sacrificó sus estudios por mí. Ella en la cocina y yo en la calle buscando el real. Así tuvimos nuestros hijos que ya están grandes y casados. Aún no soy abuelo, pero por allí vendrán los nietos. Ahora sé que la vida es muy rápida y muchas veces no logramos hacer lo que queríamos. ¡Un coño!, a veces me digo, porque lo importante es no morir en el intento. Por eso dicen que hay que tener fe, confianza en uno. Así decía la profesora en la Universidad. “Avance, joven”, decía.  Y la verdad es que yo lo intenté, pero el parto fue difícil, no tanto por los escollos a superar, sino por lo que pasó con mi mente. Yo nunca volvía a ser igual, por ese asunto de las ideologías que me explicaron en ciencia política. Algo se desgarró dentro de mi y nunca pude recomponer la magia que traje a la ciudad. Antes el mundo era menos complejo, con esa ingenuidad que trae uno del campo. Dejé el olor a cananga y lo cambié por fragancia francesa; sin percatarme el brillo de la civilización avergonzó mi ruralidad y terminé rechazando lo mío. Afortunadamente eso fue transitorio y al rato ya era un defensor de la cultura interiorana.  Me gustaba ir a San Miguelito y disfrutar de los desfiles de carretas santeñas para celebrar el 10 de noviembre. Porque las cosas cambiaron mucho, luego de los años setenta. Así como yo perdí algo de campesino, la ciudad se volvió fría, indiferente y poco solidaria, violenta e insegura, en algunos casos. Calle J y la 4 de julio son un recuerdo. Hasta nos echaron de San Felipe y muchos terminaron en Tinajita y San Joaquín, desarraigados por allá. Nada importó la tienda que tenía mi primo santeño en el Casco Viejo; décadas de trabajo que no pudieron con la angurria de otros. Pienso en todo ello y me parece mentira aquella Panadería Lucianito, con esas michas humeantes. Durante esos años me metí en el trajín de la ciudad y cuando me di cuenta ya tenía mis canas de viejo. Ocasionalmente regresaba a mi pueblo, como para no perder las raíces, porque allí estaban mis padres, siempre esperando, como si el tiempo se hubiese detenido en aquella casa de quincha carcomida por el tiempo. Lo difícil era regresar y volver a abandonar aquellos palos de mamones y de mangos en donde jugué de niño.  Regresaba en el COOSVETRA rumiando los pensamientos y con una congoja en el pecho. Entonces uno se pregunta si volverá a ver a sus padres o si podrá el año entrante regresar a la fiesta de toros y a los bailes de acordeones. Siempre con el pretexto de volver, como esos elefantes que retornan a morir al lugar en donde nacieron. Yo viví todo ello, pero luego me volví olvidadizo y me conformé con lo que me ofrecía la ciudad.

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