Estoy harto de la ciudad, de las calles ruidosas y de la vida prestada
que llevo. Nací en el campo y nunca me acostumbré a la tensión de las mañanas y
a estos escandalosos Diablos Rojos. Son cuarenta años de mi vida, de laborar y
soñar despierto. Creí que podría labrarme un destino más allá de las mazorcas y
las boñigas. Llegue con muchas esperanzas, porque me dijeron que con el Canal
todo era diferente y que en pocos años podría ahorrar y regresar para montar mi
negocio. Admito que fue mejor que haberme quedado en mi pueblo. Acá trabajé en un
ministerio, terminé mi secundaria y por allí logré un titulito en la Universidad. Pero
detesto esta ciudad con olor a casa podrida, a cuarto de inquilinato. Allí
estuve, en un cuartito frente a la bahía, por un dato que me dio un paisano,
entonces comprendí a Korsi, “cuartos donde no entre el sol, que el sol es
aristocrático”. A cada rato pasaba por el mercado público y me daba un no sé
qué el escuchar aquellos acordeones en el traganíquel de la Cantina Chucu Chucu. El mar me
recordaba las costas de mi península y entonces la mente no dejaba de pensar en
todo aquello que había dejado, con mi madre habitando aquella vieja casa de
quincha. Fue difícil todo, muy difícil vivir un mundo esquizofrénico. Estar
aquí y tener la mente allá, pendiente de las noticias y de esa secreta
esperanza que se agolpaba en mi pecho al ver pasar el busito de la ruta Las
Tablas-Panamá. Lo miraba desde el bus y volvía a leer esas palabras mágicas,
Las Tablas-Panamá. Parto difícil el de emigrante. Al principio nada era más
importante que regresar y poder saludar a mi gente y a esos amigos del pueblo
que siempre creyeron que tuve éxitos por acá.. Quizás por ello fui mucho al
Cosita Buena, porque me carcomía la nostalgia. Yo no sé por qué, pero cuando se
está en la ciudad, aquella gente que nunca te habló en el pueblito, al vivir su
soledad de citadino, siente igualmente el impulso irrefrenable de cruzar unas
palabras con ese paisano al que no le paró bolas. Mi mujer la conocí en un
baile que amenizaba Dorindo Cárdenas, cuando bailaba aquel éxito que se llamaba
“Por ella” (“Por ella es que estoy así, por ella es que estoy enfermo, me voy a
dejar morir por falta de este remedio”). Lidia, siempre fue buena, tanto que
sacrificó sus estudios por mí. Ella en la cocina y yo en la calle buscando el
real. Así tuvimos nuestros hijos que ya están grandes y casados. Aún no soy
abuelo, pero por allí vendrán los nietos. Ahora sé que la vida es muy rápida y
muchas veces no logramos hacer lo que queríamos. ¡Un coño!, a veces me digo,
porque lo importante es no morir en el intento. Por eso dicen que hay que tener
fe, confianza en uno. Así decía la profesora en la Universidad. “Avance,
joven”, decía. Y la verdad es que yo lo
intenté, pero el parto fue difícil, no tanto por los escollos a superar, sino
por lo que pasó con mi mente. Yo nunca volvía a ser igual, por ese asunto de
las ideologías que me explicaron en ciencia política. Algo se desgarró dentro
de mi y nunca pude recomponer la magia que traje a la ciudad. Antes el mundo
era menos complejo, con esa ingenuidad que trae uno del campo. Dejé el olor a cananga
y lo cambié por fragancia francesa; sin percatarme el brillo de la civilización
avergonzó mi ruralidad y terminé rechazando lo mío. Afortunadamente eso fue
transitorio y al rato ya era un defensor de la cultura interiorana. Me gustaba ir a San Miguelito y disfrutar de
los desfiles de carretas santeñas para celebrar el 10 de noviembre. Porque las
cosas cambiaron mucho, luego de los años setenta. Así como yo perdí algo de
campesino, la ciudad se volvió fría, indiferente y poco solidaria, violenta e
insegura, en algunos casos. Calle J y la 4 de julio son un recuerdo. Hasta nos
echaron de San Felipe y muchos terminaron en Tinajita y San Joaquín,
desarraigados por allá. Nada importó la tienda que tenía mi primo santeño en el
Casco Viejo; décadas de trabajo que no pudieron con la angurria de otros. Pienso
en todo ello y me parece mentira aquella Panadería Lucianito, con esas michas
humeantes. Durante esos años me metí en el trajín de la ciudad y cuando me di
cuenta ya tenía mis canas de viejo. Ocasionalmente regresaba a mi pueblo, como
para no perder las raíces, porque allí estaban mis padres, siempre esperando,
como si el tiempo se hubiese detenido en aquella casa de quincha carcomida por
el tiempo. Lo difícil era regresar y volver a abandonar aquellos palos de
mamones y de mangos en donde jugué de niño.
Regresaba en el COOSVETRA rumiando los pensamientos y con una congoja en
el pecho. Entonces uno se pregunta si volverá a ver a sus padres o si podrá el
año entrante regresar a la fiesta de toros y a los bailes de acordeones.
Siempre con el pretexto de volver, como esos elefantes que retornan a morir al
lugar en donde nacieron. Yo viví todo ello, pero luego me volví olvidadizo y me
conformé con lo que me ofrecía la ciudad.
El portal incursiona en los problemas y propuestas del desarrollo de una deterrminada zona geográfica de la República de Panamá: la Península de Azuero. La región la integran las provincias de Los Santos y Herrera, así como parte de la sección sur de Veraguas. En ella se cobija a una población noble y trabajadora que confía en sus potencialidades. Porque tenemos fe en tal empeño comunitario, abrimos al debate nuestra percepción sobre esa realidad.
Profesor, este escrito me llego.
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