Un
rayo llenó de fulgor el cincuentenario salón del apartamento…, y empecé a
soñar. Sí, a volar por los parajes encantados de los anhelos. Brillaba radiante
el astro y El Jobo, la hacienda colonial de mis ancestros, rebozaba del verdor
inocuo de la esperanza. La pasividad del paisaje, las vacas bramando, tantas
mariposas pululando y el dulce olor del río acechando más allá de los palmares
eran una imagen embriagante que colmaba de fantasía el delgado camino que serpentea
hasta las entrañas de la vetusta propiedad. ¡Profusión de colores! Las casas
ruinosas emergieron de la tierra y una variedad de matices de verde, marrón y
vida inundó el corral. El alto portal de Nemesia y Terne revivió cual hada
evocada por niños que ya no creen en nada. La cal y la pintura cubrieron la
quincha mora e indígena…, nunca vi El Jobo así, el humo de los fogones
revoloteaba por el cielo, salpicado de nubes algodonadas. Incluso los estacones
hacían reverencia a mi llegada. Antigua y Eduarda terminaban la faena, la
platería y cristalería de mi bisabuela dejaban de jugar a las escondidas y en
su bruñida faz podía reflejarse el cielo turquesa de nuestra colonial finca. En
una de las puertas del palacete rural estaba Carmela, la tía abuela que se
durmió por 75 años en los años veinte, rozagante, lozana, blanca como la
porcelana que cuentan que alguna vez embelesó el lugar; lucía sonriente,
ataviada de las mejores galas, como si una fiesta con tarjeta, de esas de
antaño que pregonan los mayores, se fuera a llevar a cabo. Al entrar no me dijo
Ricardito Moreno, como solía llamarme en recuerdo de alguno de los personajes
del velo del tiempo; más bien me dio un cálido beso en la frente y me dijo:
Bienvenido Antonio Miguel. Pero esta fiesta era distinta. Tras cruzar el
umbral, los que se fueron y los que aún divagamos por la tierra estábamos
juntos, como por milagro de la providencia. En una pared, resplandecía el áureo
destello de todos los premios que abuelo Terne y abuelito Man ganaron en la
Feria. Las sillas y hamacas tejidas estaban todas llenas en la sala de visitas
y el divino olor de las delicias de la gastronomía santeña se colaba desde las
dos cocinas del añejo caserón, reconstruido en mis quimeras. Los cuadros, tal
vez quiteños o limeños, de Santa Ana y San Antonio con el paráclito sobre su
cabeza nos miraban piadosamente, renacidos tras las cenizas de Cronos. Y allí
fue cuando supe que todos aguardaban mi llegada de la lejana ciudad pues
vítores entre la muchedumbre pregonaban: ¡Ya viene el Licenciado de la capital!
En el potrero, los animales también parecían ensalzar el momento de éxtasis y
aplausos, mugían como queriendo también participar, todos los grandes
campeones, La Maravilla, el Indio, y tantos más en una mixtura bucólica entre
un pasado lejano y otro cercano desvanecidos y vueltos a surgir de entre las
conexiones místicas del mundo de Morfeo. Al verlos a todos, alborozado, no pude
evitar sonreír; Tía Chin dijo: ¡Se graduó compadre! y comenzó a bromear sobre
su pequeña estatura respecto a la mía una vez más. Estaban todos, abuelo Terne,
abuela Nemesia, tío Chiche, tío Pello, tía Cristina, mi abuelo Man, tía Carmela
y tío Pelón, también Pedrito, tío Migue y otros parientes como tía Santo, los
tíos Juancho, Agapito y Abelino también habían llegado a disfrutar el ágape,
invitados por mi abuela que se encontrada en el otro lado del recinto. La sala, adornada con magníficos muebles de
manufactura criolla y extranjera, parecía estar dividida en tres: de un lado
quien ya he mencionado, del otro mis primos Rita y Miguel Ángel, así como mi
hermana Ana Cristina y nuestra dulce y amantísima Ana Mercedes; mi padre y mi
madre, mamá Chaly, tío Tito y desde luego, Mama Pura, más en un tercer plano y entre la bruma cerca
de la mesa de los santos, había otro grupo de personas envueltos en una bruma
de trajes blancos cuya confección apenas se podía distinguir. La fragancia de
los jazmines recién cortados inundaba la casa y los torneados sillones del
barroco español lucían impecables. La mesa de los santos tenía los manteles y
bordados castellanos más apreciados por la abuela Nemesia y Santa Rita, aquella
que hace tantos años mi tío encontró erosionada en el potrero, volvía a su
viejo nicho. La música y la danza se coló por los tragaluces, que a su vez emulaban
lucernas brocadas en oro y, por supuesto, mi abuelo Man salió a bailar un viejo
danzón con "su hija loca", mi madre, como la llamaba cariñosamente. Violines,
flautas y guitarras amenizaron el encanto de ese encuentro en la eternidad, en
nuestro Jobo idolatrado. Sentí el canto prístino de los querubines, mientras
las empleadas deleitaban con sus creaciones nuestros paladares, servidos en los
delicados portaviandas que también el tiempo olvidó. Los vasos de piedras
incrustadas volvían a hacer gala de su finura y los ojos de tía Cristina, de
abuelo Terne y de Tía Santo emulaban los zarcos mares que bañan de añil las
costas frente a la sabana. Todo era risa y festín, violines, flautas y
guitarras, goce absoluto. El caserón de la finca estaba embelesado como si
aquellos viejos amigos capitalinos de familia fueran a volver a visitar el
fundo de los Del Castillo. ¡Ah, cuán majestuoso ambiente inundaba cual
fragancia los espacios del inmueble al compás de la orquesta en aquella grandiosa
reunión! Me recibieron con alegría quienes formaron parte de mi vida y quienes
siguen aún caminando conmigo al son de la melodía incierta del destino. Todos
yacíamos felices y juntos en aquel paraje tropical que se esconde silencioso en
la sabana solariega de El Jobo, sin nadie más, tal vez en nuestra casa en el
aire, donde nadie nos pueda molestar, como afirma un renombrado vallenato
colombiano. Todos los que comparten mi sangre y a quienes quise y quiero
estaban allí. ¡Cuán maravilloso éxtasis de felicidad! De repente, mi querida
tía Carmela, tomó mi brazo y me dijo: “Ven hijo mío, tengo que presentarte a
alguien…” y entonces caminamos cruzando el salón hasta llegar a ese tercer
grupo de personas que desconocía y parecían estar casi entronizadas en aquella
parte de la estancia que entonces tomaba un ambiente con mayor iluminación que
el resto del recinto, pero envuelto en un halo nubífero pero que emanaba un
aura familiar. Luego, tras sentir que caminaba sobre una alfombra pegasea,
Carmela me llevó ante un senil personaje de piel nacarada y ojos de cielo,
quien alzó su mano y con los dedos me indicó que me acercara. Un temor que
puedo describir como sano o se transmutaba en curiosidad, me empujó a
preguntar: “¿Disculpe, quién es usted mi Señor? A lo que el citado y longevo
personaje patricio me indicó nuevamente
una suerte de inclinación a la que respondió con una sonrisa, colocando su mano
sobre mi hombro y diciendo: ¡Atanasio! ¡Y tú eres la luz sobre las tinieblas…! Sorpresivamente
y en las que parecieron milésimas de segundo alguien vociferó mi nombre de
entre las personas conocidas, el salón dio vueltas y otro danzón comenzó a
escucharse y entonces, sin esperarlo, un nuevo rayo estremeció mi cuerpo cansado
y....desperté. Nuevamente desperté, a cuatro horas de los míos, del palpitar de
mi corazón que se quedó allá, entre las roídas paredes de la casa de El Jobo
adentro. Miré el corazón de Jesús de la sala, los fusiles yacían por doquier y
una lluvia que caía estruendosa empezó a amainar en esta ciudad de miseria y
opulencia, tanto como las lágrimas que brotaban más que de mis ojos, de mi
corazón. Saben, sentí entonces aquella cabanga de la que hablan en los campos,
una especie de nostalgia que los gallegos denominan morriña. Ojalá ese fundo de
la mar de los sueños reverdezca ante mis ojos nuevamente, tal vez antes de morir y algún día festejar
otro ágape, pero en El Jobo de los cielos.
Ciudad
de Panamá, 21 de junio de 2013.
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