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27 enero 2008

EL SANTEÑO (Identidad cultural y desafìos)

Milcíades Pinzón Rodríguez **

Al abordar un tema como el indicado, y definir lo que debemos entender por ser “santeño”, resulta oportuno partir de la comprensión del problema cultural y dentro de este tópico analizar el concerniente a la identidad nacional. Asumimos tal enfoque porque a nuestro entender los santeños forman parte de ese amplio mosaico cultural que da forma a las expresiones multiétnicas de Panamá. Podemos hablar de la identidad del grupo humano que mora en la región azuereña, porque la panameñidad no es un todo cultural homogéneo, sino una expresión social que se nutre del aporte de diferentes grupos humanos; ya se trate de ngöbe buglé, negros afroantillanos y afrocoloniales, emberá waunan, dules o kunas, así como de las otras minorías étnicas que pueblan el Istmo.
Como expresión particular de la panameñidad, el hombre que mora en la sección sur de la Península de Azuero, tiene su identidad y exhibe rasgos culturales que le definen como tal. En este sentido podemos hablar de la Nación santeña, en la misma medida que podemos hacerlo con los dules y demás grupos humanos. Así, por ejemplo, en la tipología cultural del Dr. Roberto De La Guardia, los santeños forman parte de los castelauros, es decir, los hijos de Castilla del Oro.[1]
En efecto, este istmeño es heredero de una fuerte impronta hispánica que se entrecruza con negros coloniales y resabios culturales del indígena; todo ello sazonado con una pizca de las minorías étnicas que arriban a la región del Canajagua desde mediados del Siglo XIX (chinos, españoles de nueva data, italianos, etc.).
Un punto sujeto a discusión, estriba en determinar si lo que aquí definimos como el santeñismo, puede circuscribirse únicamente a los límites provinciales. Sobre este tópico me inclino a pensar que lo santeño no puede reducirse a un área tan específi­ca como la provincial, sino que extiende su radio de acción a zonas geográfi­cas que van mucho más allá de su ámbito primario. El hecho social encuentra su explicación al valorar que en el caso azuerense el área cultural santeña rebasa los límites administrativos provincia­les y se proyecta mediante el fenómeno migratorio a otras zonas de la geografía nacional. Desde este particular punto de vista, hay mucho del santeño en lo que ha devenido en ser el panameño; ente cultural que se nutre de la contribución de los diversos grupos humanos que habitan en un país transitista como Panamá.[2] Pero, en fin, veamos el tópico desde diversos apartados temáticos, esquema analítico concebido únicamente con fines didácticos, ya que no es posible escindir el objeto de estudio del tema sin que el mismo pierda gran parte de su riqueza holística.
¿ De dónde viene lo santeño?
Este primer interrogante hace referencia a los antecedentes del santeño. Visto así, lo que aquí definimos como tal es un ente social que se ha decantado en un proceso de gestación que posee medio milenio de existencia. Esto supone el comprender, tal como acontece con los otros grupos humanos que pueblan el Istmo, que los santeños no pueden proclamar la existencia de una cultura autócto­na, ni la presencia de una sociedad autárquica.
Como enseña la sociología, toda sociedad y cultura representa la fusión de otras agrupaciones que les precedieron y que se acrisolaron para producir un nuevo fruto social. Lo cual no implica, bajo ninguna circunstancia, el negar la existencia de un ser cultural para una época y un momento históri­co, como en el caso que nos ocupa.
Lo aseverado nos permite reiterar que hace quinientos años comenzó a formarse el istmeño en mención y que la Península de Azuero es la zona geográfica en la que se gestó primigeniamente el grupo. En este útero espacial y geográfico concurrieron los aportes cultura­les de indígenas, negros afrocoloniales y españoles.[3] Ya en el Siglo XVIII, tal como aconteció en el resto del país, el parto cultural se produce y los hombres de la zona se reconocen como nativos de la región del Canajagua. Al parecer, hacia esta centuria el negro afrocolonial ya no se considera tal, el indígena ha sido asimilado y para el campesino depauperado que habita la zona, lo hispánico sólo es un blasón que le permite sentirse teóricamente con mayor poder y estatus social que el resto de los habitantes. Demás está decir que en la práctica no existe tal superioridad, ya que en el fondo las distan­cias sociales se han esfumado; porque la mezcla de razas acelera la democratización social y la estratifica­ción social dista mucho de ser la misma en el Siglo XIX que en la Colonia.
En efecto, en el Siglo XVIII ya existen en Los Santos la mayoría de los pueblos que aún hoy conservan su importancia comarcal: Villa de Los Santos, Las Tablas, Pocrí, Guararé, etc. Es decir, para tales calendas ya se han establecido los principales asientos poblacionales que propician y que permiten la interacción social comarcal. En el seno de los mismos, así como entre ellos, el santeño vive su vida rural y sacro profana.[4]
Resulta sintomático que en dicha centuria podamos encontrar la existencia di­cotómica de campo - ciudad. Una relación que no podemos concebir­la como antagónica, sino como propiciadora de nexos económicos, socia­les y políticos entre el campesino típico y aquel otro coterráneo que se las da de "citadino"; residiendo el último en conglome­rados urbanos que logran su diferenciación al mostrar la plaza, la Alcaldía y la presencia física de los templos que erige la Iglesia Católica (como en el caso de La Villa y Las Tablas, por ejemplo). Esta relación entre el uso de los espacios, tanto en el campo como en las "ciudades", debemos tenerla presente para valorar la sicolo­gía social del santeño.[5] Así, ya antes de la llegada de los españoles se muestra la génesis del fenómeno de la costa y la montaña. Recordemos que la mayoría de los cacicazgos importantes están en la costa, hecho social que cobra importancia con la fundación hispánica de poblados.
Lo típico del azuerense, tanto ayer como hoy, ha sido residir entre ríos; desde el Santa María hasta el Mensabé, pasando por los ríos Escotá, Parita, Villa de Los Santos y Guararé. En la zona, la costa y la montaña se atraen y se repelen, imponien­do su hegemonía la primera sobre la segunda. Las conse­cuen­cias son evidentes en la conducta político partidista del santeño tradicional; expresión política caracterizada por la presencia de un gamonalismo puebleri­no que ha incidido negativamente sobre la independencia crítica del habitante de la "montaña" y del campesinado que circunda los principales poblados. Debemos reconocer que en la época el habitante de la región ha hecho suya la burocra­cia colonial, pero también se ha revelado contra las formalidades de ésta y ha propiciado la existencia de institu­ciones sociales que reflejan su vernacular identidad cultural. Un ejemplo de estas nuevas institu­ciones sociales informales, carentes de la rigidez burocrá­tica de la Colonia, aparece con la junta. La organización de trabajo colectivo es una institución social producto de la economía campesina depauperada, la dispersión rural, la estructura agraria minifun­dista, la experien­cia indígena y el florecimiento de la solidaridad de quienes se saben alejados de los centros urbanos e intentan dar solución colectiva a sus problemas más apremiantes. Todo dentro de un contexto social muy agrario, que no sólo se expresa en el predominio de una economía centrada en la agricultura y la ganadería, sino en un conjunto de vivencias que le acompañan desde el nacimiento hasta la última morada.
Lo anterior nos conduce a destacar otro elemento valioso, el relacionado con la estructura agraria azuerense. Como sabemos, Los Santos se distingue por poseer una estructura agraria en la que predomina el minifundio. La pequeña propiedad data de la Colonia cuando los españoles se establecen en micro haciendas que se alejan de la influencia directa de los entes burocráticos hispánicos (Alcaldía e Iglesia Católica). Según nuestro punto de vista, este aspecto es central para valorar los gustos y actitudes del santeño. Como veremos, alejado de los típicos controles formales, el tiempo se encargó de forjar una personalidad social que al iniciar el Siglo XX aún conservaba sus aspectos centrales.
Sin duda alguna el papel de la Iglesia Católica es un valioso elemento estructural que arroja luces sobre la naturaleza de lo santeño. La impronta de lo religioso, bajo la incidencia directa del catolicismo, adquiere en la personalidad del santeño un rasgo notable, hecho que analizaremos en el próximo apartado temático.
¿ Qué es lo santeño?
Una vez establecidos algunos de los elementos estructurales que han propiciado la formación del santeño, estamos ahora en condiciones de abordar algunos rasgos que lo tipifican. Naturalmente, la tarea es compleja, porque no se trata de que tales elementos estructu­rales han condicionado mecánicamente el ser social del panameño que nos ocupa, sino que los mismos se constituyen en senderos analíticos desde los cuales se logra atisbar la dinámica social y cultural del ente social bajo nuestro interés.
Lo primero que debe llamarnos la atención sobre la personalidad social del hombre que habita la sección sur de la Península de Azuero, es la misma naturaleza del gentilicio que ostenta. Esto de ser santeño ya lleva implícito un cierto componente sacro, una cierta mística religiosa; porque es evidente que la denomina­ción que los españoles en el Siglo XVI le dan a los habitantes que moran en la Villa de Los Santos, pasa a constituirse en el emblema del grupo humano azuerense.
En efecto, el catolicismo se adhiere como la piel al santeño. Sin duda se trata de una religiosidad muy suigéneris, porque él hace de esta conducta un rasgo sacro profano. El santeño dice ser católico, pero su práctica no se compagina con lo que pregona. En este punto observamos cómo, a través del tiempo, este panameño ha mezclado la religión con la celebración de fiestas populares. Sobre ello existen testimonios escritos de los obispos que en siglos anteriores criticaban la propensión de utilizar a los santos como pretextos para hacer fiestas. Por ello, no resulta extraño que en sus fiestas patrona­les, una vez terminada la procesión, los santeños se congreguen en los jardines de bailes para continuar el evento, como si la jarana de los jorones fuera una lógica conse­cuen­cia de la procesión. Este proceder también se evidencia en las actividades con la que se recuerda la muerte de un ser querido, eventos que son transfor­mados en opíparos banquetes a los que acude todo tipo de comensa­les. Así, la actividad pasa de un hecho social religioso a constituirse en un muestrario del rango social del difunto y del poder económico de los deudos.
No obstante lo dicho, para el santeño el paradigma festivo por excelencia es el carnaval. La fiesta del Dios Momo es una verdadera apoteósis en donde la murga, el confeti, los cohetes, los carros alegóricos, las tunas, los culecos, las reinas, la Calle Arriba y Calle Abajo entran en una pugna carnestoléndica que deja como saldo cuerpos extenuados y bolsillos vacíos. Al final el pueblo se emborracha de folclor adulterado y luego del carnavalito despierta de su "goma" colectiva para descubrir que tiene que volver a organizar el carnaval del año entrante. Lo más dramático de todo ello no estriba tanto en el carnaval en sí, sino en el impacto social del mismo. La imagen del reinado y su soberana impregnan el cuerpo social durante todo el año, constituyéndose en un poderoso y alienante factor de socialización. Porque esto de ser soberana se erige en un símbolo de estatus social y familiar; olvidándose transitoriamente de la tragedia social de un pueblo que rinde tributo a la monarquía mientras goza de una vida de plebeyo.
En la antítesis de lo planteado, se encuentra la devoción santeña por los santos. Existe en la provincia un variado santoral religioso: la Virgen de la Candelaria en Tonosí, la Virgen de Las Mercedes en Guararé, Santa Catalina en Pedasí, Santa Bárbara en Macaracas y Santa Librada en Las Tablas. En este santoral, del que sólo hemos señalado algunos ejemplos, destaca la romería a Santa Librada, la virgen y mártir gallega.[6] Aquí la original conducta religiosa del "hombre del Canajagua" llega al paroxismo social. El tableño, por ejemplo, le llama a su Patrona La Moñona, La Peregrina y La Chola, denomina­ciones que corresponden a sendas imágenes existentes en la iglesia de la capital santeña. En la procesión a Santa Liberata una verdadera multitud acompaña a La Santa el 19 de julio, víspera "de la fiesta más grande de Las Tablas". Con motivo del evento religioso se pagan mandas, realizan serenatas y acude un santeño que intuye que La Moñona no es tan sólo la virgen, sino un emblema que propicia la cohesión social y la identidad del grupo que mora en las tierras del Canajagua.
Un punto interesante en la comprensión del santeño, especialmente del que habita en aldeas y haciendas diseminadas en el campo, corresponde al marcado interés con que asume el trabajo. En Los Santos, antiguamente, uno de los mayores estigmas sociales residía en que a alguien se le etiquetara de "flojo". Esto de ser perezoso era un atributo que todos rehusaban, no sólo por la exclusión social que implicaba, sino porque en la ética campesina ese era un antivalor social. Obviamente ese proceder se corresponde con la existencia de una sociedad rural y tradicional. En este sentido el ser trabajador se liga con el desempeño de labores agrícolas y ganaderas; lo que nos lleva a comprender su proceder social ante el bosque. La existencia de la selva era para él no sólo un desafío, sino un sinónimo de atraso. El progreso se concibe como el reinado de la faragua, de la sabana antropógena, sobre el atraso del monte. Sin duda en este proceder hay mucho de la herencia castellana y su propensión al desarrollo de la ganadería.
Además de lo planteado, dos hechos vienen a reflejar la conducta de este ser social a quien le molestan las ataduras. Me refiero al antiguo florecimien­to en Los Santos de la guapería y la expresión políti­ca del Grito de la Villa de Los Santos. En el primero de los casos, y debido al débil influ­jo que ejercían sobre los campos las leyes establecidas, el campesino opta por darse a sí mismo las normas e intenta imponerlas a los demás habitantes de la campiña. Por eso la guapería es el reinado de la informalidad jurídica, a la vez que pregona una ruptura con la monotonía de una vida rural que no ha estableci­do adecuados mecanismos de ascenso social, con lo que se dificulta al hombre del campo el adquirir un estatus que le libere de la apabullante uniformidad que propicia la rurali­dad. La guapería es rebeldía mal encausada, pero también un machista mecanismo de notoriedad social.[7]
De la misma manera el 10 de Noviembre de 1821 expresa rebeldía, pero en un plano más trascen­dente. Con el Grito de La Villa el santeño lanza la saloma libertaria que proclama a los siglos venideros que no está dispuesto a doblegarse ante las exigencias de reyes o de regímenes políticos con ínfulas de democracia. Así, tanto ayer como hoy, la rebeldía del santeño es un rasgo notorio de su personalidad colecti­va como pueblo.
Como hemos visto, no podemos concebir al santeño sin un cierto gusto por la fiesta y la valoración de su identidad cultural. Este ser social siente una pasión por la jarana y en este aspecto es un fiel heredero de sus ancestros andaluces. Hoy día, concebir al santeño alejado de los bailes de acordeones, es casi un sacrilegio. Ha puesto tanto empeño en ello, que ha hecho del jolgorio un modo de vida, con el inconveniente de que la comercia­lización de los bailes en los jardines han deteriorado notablemente la economía de los hogares orejanos.
La actitud excesivamente festiva del santeño se enmarca dentro de una problemática mucho más compleja. Me refiero a los problemas relacionados con la preservación de su identidad. Porque es indudable que el santeño se caracteriza por un profundo sentido de identidad cultural. Nada es más preciado para él como el sentirse santeño. Y esto de llevar tal gentilicio es una cuestión social que se toma muy en serio en la Provincia. A diario se le escucha decir: "Siete pa' que respete". Se trata de un problema de herencia cultural que extiende sus tentáculos más allá de la circunscripción geográfica, porque en el fondo es un asunto de familia y de orgullo de pueblo chico que se siente poseedor de una herencia que debe impregnar el núcleo familiar, sin importar en donde se encuentra el miembro de la familia. Así, los santeños y descendientes de santeños, reproducen lo suyo en Darién, San Miguelito y La Chorrera. Las sociedades de santeños pululan por la geografía nacional e incluso existen en localidades tan próximas a la geografía provincial como en el caso de Chitré, en la Provincia de Herrera.
Las imágenes de Santa Librada, el Canajagua, las décimas, las cantade­ras y los bailes de acordeones son verdaderos estandartes popula­res a través de los cuales el santeño refleja y ve reflejada su identidad.
Justamente este último punto que planteamos es el que nos permite comprender otro rasgo de su temperamento social. Me refiero a la existencia de un marcado regionalismo; porque inmerso en un mundo rural y alejado inicialmente del influjo de la Zona de Tránsito, para el santeño adquirió relevancia la identificación con su cultura. Así, el etnocentrismo, que en toda sociedad cumple un papel de cohesión social, terminó por adquirir un rasgo negativo y generar una sobrevaloración de la cultura nativa. En los últimos tiempos tal conducta hay que entenderla como una reacción a los cambios sociales y culturales que introdujo el Siglo XX. Al no existir una adecuada respuesta institu­cio­nal a tales transforma­ciones, la sociedad como un todo ha terminado por negar lo foráneo y colocar en un pedestal a la cultura nativa, vale decir, a lo santeño. Este tipo de conducta es lo que explica que organizaciones como los festivales folclóricos (la Mejorana, La Pollera y el desaparecido Encuentro del Canajagua) sean el producto de una reacción popular al desmoronamiento de su cultura, antes que una respuesta guberna­mental a una necesidad largamente sentida.
Un punto a considerar en este intento por definir lo santeño, estriba en comprender que éste no se define únicamente por las manifestaciones materiales de la cultura, sino por actitudes intangibles, por una mezcla de sentimientos que luego florecen en ensayos, poemas, música, danza y en el arte culina­rio. Quiero decir que el santeño ama intensamente lo suyo y sufre un desgarramiento interior cuando se ve obligado a alejarse del objeto amado, esto es, de su gente y su cultura. No otra cosa es la angustia existen­cial del emigrante; ese numeroso sector de la población que habita fuera de los linderos geográficos provinciales y que se desvive por regresar a su pueblo. A mi juicio la expresión cumbre de este sentimiento se refleja en la relación de complicidad interior que se establece entre el hombre de la región y el Canajagua.[8] El sentimiento hacia este cerro está lleno de congojas, melancolías, penas, alegrías y en general atesora un conjunto de viven­cias que se remontan a la infancia. Por ello, el Canajagua no sólo es un accidente geográfico, una mole tectónica, sino un icono cuasi reli­gioso de la cultura popular y académica.
Con este substrato de historia, de cultura y sentimiento, el santeño canta a lo suyo. Lo han hecho escritores de prosa y musa académica, pero en especial el ente folk que es el verdadero soporte de la cultura vernácula. De allí que lo santeño tenga un sabor a cantalante, sombrero pintado, tuna, décimas, mejorana, pollera, camisilla, tallas, acordeón, violín, toros, chicha de junta, tasajo, carnaval, bollo, y tamal. Visto así, se comprende por qué nuestros intelectuales contemporáneos no renuncian a sus raíces ancestrales y siempre tienen para su pueblo una página con aroma de margaritas, tierra mojada, flores silvestres y olor a carate recién cortado. Es decir, como a todo ser humano, a nuestro ente social le resulta difícil escindir la razón y el sentimiento. Dicho de otra manera, los hombres que en Los Santos han hecho de las ideas una profesión, no renuncian al honor de continuar siendo un campesino revestido de ciencia y tecnología.
¿ Hacia dónde van los santeños?
Al arribar a este punto de nuestra reflexión, necesariamente tenemos que preguntarnos sobre el futuro de este panameño que aquí definimos como santeño. La respuesta al interrogante es de apremian­te urgencia, porque los rasgos culturales que han sido la norma de generaciones están sometidos a un acelerado cambio social y cultu­ral.[9]
Así como no se puede negar que el Siglo XX ha modernizado la socie­dad santeña, tampoco se puede soslayar que ese proceso ha sido traumático para la misma. Sin temor a equivocarnos, se puede aseverar que en la vigésima centuria en Los Santos se dieron más transforma­cio­nes que en todos los siglos precedentes; lo que nos da una idea del estremeci­miento que representará el Siglo XXI en la conciencia y visión que sobre sí mismo ha de tener el habitante de la tierra del Canaja­gua.
Y es que en Azuero un rasgo notable del Siglo XX ha sido el promover transformaciones sin ningún tipo de planifi­cación, así como sin alterar substancial­mente la estructura agraria de la zona. Quiero decir que la cuestión cultural y agraria es un tema que ha carecido de una política estatal definida, asumiendo la sociedad civil todo tipo de organizaciones que intentan suplir tal deficien­cia. Desdichadamente no siempre este tipo de esfuerzo popular se ha visto coronado con el éxito y las organizaciones sociales perecen luego de los primeros aportes colectivos.
Ya para la década del ochenta del Siglo XX era notable la forma como se había modificado el concepto de identidad, es decir, de lo que podríamos definir como el santeñismo. A nuestro juicio este istmeño reaccionó frente a los cambios sociales y culturales intentando un acerca­miento hacia sus raíces vernacula­res, pero al hacerlo fue sometido por la propia fuerza de la economía que terminó al final del Siglo XX por convertir gran parte de sus manifes­taciones folclóricas en un objeto rentable de consumo. Tales son los casos del carnaval, las matanzas, las cantaderas y en general las fiestas populares. Dentro de estas últimas descuella el caso del acordeón, y aunque la música de este instrumento no puede ser catalogada como folclóri­ca, al final del Siglo XX expresa de manera dramática el intrincado y dialéctico mundo de la cultural santeña.
En efecto, el caso del acordeón puede servirnos de base para comprender el gran desafío pendiente. Porque con todas las críticas que podamos achacarle al mismo (por aquello de la deformación cultural y social que produce su comercialización), éste no se quedó anclado en la cruzada, que sin tener conciencia de ello inició Rogelio "Gelo" Córdoba, sino que entendió los aires de renovación del Siglo XX y ha liderado una lucha popular por su dignidad y presencia cultural. Al inicio del siglo XXI el acordeón está en su mejor momento y continúa siendo una fuente de inspira­ción popular. Un caso similar quizás podría corresponder al de la décima.
Resulta vital comprender que el acordeón y la décima están allí porque en su momento supieron promover una ruptura con algunos anquilosados paradigmas culturales. En este sentido, la cultura y el ser santeño lograrán sobreponerse a los embates del Siglo XXI, en la medida que realicen algo similar. Lo cual implica que debemos reconocer la existencia de una verdad de índole sociológica, la que señala que el pasado ha de ser fuente de inspiración, pero que los hombres se dan a sí mismos la sociedad y cultura que necesitan. El punto estriba en saber distinguir los elementos superfluos de la cultura, de aquellos rasgos culturales que son fundamentales. El que así se realice dependerá de la capacidad organizativa de la sociedad santeña y de las instituciones que forje para mantener siempre viva la identidad cultural, sin renunciar por ello a los avances y aportes de la tecnología y ciencia moderna.
La realización y preservación de lo santeño, implica que el hombre de esta tierra tiene que superar una visión sobre su realidad que en el Siglo XX no siempre le fue beneficiosa. Deberá sobreponerse a la perniciosa ilusión de creer que es posible mantener una cultura autárquica, el alimentar la idea de que el ser santeño ha de mantenerse incólume, como si los medios de comunica­ción no existieran, como si ese grupo humano pudiera tirar en saco roto el impacto de la Internet y en general el desarrollo tecnoló­gico que hace que el influjo de otras sociedades lastime la autoestima popular y alejen a la juventud del jorón, la mejoranera y la cantalante. En síntesis, lo que deseo aseverar es que el santeñismo es viable en el Siglo XXI, sólo a condición de que se fortalezcan las instituciones creadas para preservar dicha cultura (centros educativos y organizaciones de la sociedad civil y política). Lo cual implica el forjar un santeño orgulloso de su legado cultural, pero en el marco de una visión holística del mundo. Dicho de otra manera, hay que asumir el desafío de que es posible saborear la hamburguesa, sin tener necesa­ria­mente que renunciar al guarapo, ni construir una muralla china a la orilla del Río La Villa.
Notas
** Sociólogo, Profesor Titular de la Universidad de Panamá (Sede Herrera)
1. Una versión actualizada del aporte de Roberto de La Guardia aparece en el trabajo de Jorge Kam Ríos “Los primeros grupos humanos del Istmo de Panamá”; en La Antigua # 52. Revista de Estudios Universitarios. Panamá: Imprenta de la USMA, 1997, págs. 33 – 117.
2. Para una visión sobre los diversos grupos culturales que pueblan el Istmo consultar: Leis, Raúl y otros. Este País un Canal: Encuentro de culturas. Panamá: CEASPA / NACIONES UNIDAS, 1999, 209 págs. (Editora: Ileana Golcher).
3. Mayores detalles sobre el tópico en: Pinzón Rodríguez, Milcíades. El hombre y la cultura de Azuero. Chitré: Impresora Crisol S.A., 1990, 47 págs.
4. El análisis teórico sobre el problema sacro profano requiere de la lectura de: Eliade, Mircea. Lo sagrado y lo profano. Barcelona: Labor/Punto Omega,1983, 185 págs.
5. Una descripción sobre el uso de los espacios por parte de los españoles en el proceso de fundación de poblados, aparece en: Castillero Calvo, Alfredo. Fundación y orígenes de Natá. Panamá: Litho Impresora Panamá S.A., 1972, 75 págs. y Anexos.
6.Detalle sobre el papel social y cultural de la adoración a la Virgen Santa Librada pueden leerse en: Díaz Domínguez, Aída María. Santa Liberata de Las Tablas. Editorial n/e, 1996, 100 págs.
7. Para una ampliación sobre el tema de la guapería recomendamos las siguientes lecturas: Zárate, Manuel F. “La esgrima antigua en tierras santeñas”; en Revista Cultural del Círculo de Escritores de Azuero. Vol. 1, # 1, Chitré: Impresora Crisol S.A., 1999. Págs. 44 – 54.”. Igualmente, favor consultar: Pinzón Rodríguez, Milcíades. “Guapería”, en Agora y Totuma #129, Año 8, 15/III/99. La versión literaria corresponde a “La muerte de Manuel Flores (Romance antiguo)” del Dr. Sergio González Ruiz, en: Momentos Líricos. II edición. Panamá: Imprenta Nacional, 1964, págs. 73 – 77.
8. El canto al Canajagua aparece en las décimas del campesinado, en los poemas de Sergio González Ruiz (“Mi coloquio con el Canajagua” y “Adiós a Las Tablas”), así como en el poema “Yo soy santeño” de Atenógenes Céspedes.
9.Ver Pinzón Rodríguez, Milcíades. “Cambio social y cultural en Azuero”; en Ágora y Totuma, # 59, Año 3, 15/VI/94.


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