Los vientos alisios de noviembre han revivido en mí el recuerdo del padre ausente. Como si la brisa evocara los tiempos idos, un conjunto de pasajes nunca olvidados aparecieron del fondo del amor y las vivencias. Reminiscencias de mi padre -Alejandro Pinzón Jaén-, quien nació el 6 de junio de 1918 en el villorrio que se denominó El Potrero y que luego dio en llamarse Bella Vista de Guararé.
Con él hablé mucho sobre los momentos de su vida de niño; tanto, que esas estampas familiares se adhirieron como abrojos a los pantalones cortos de un niño nacido en la década del cincuenta. Me contó que nació como conjunción del encuen¬tro entre Lucía Jaén Vargas y Antonio Jaén Ovalle. Ella, mi abuela materna, era hija de Dionisia Jaén y procedían de El Quemao, denominación con la que antiguamente se conocía a la actual población de San José de Las Tablas. Antonio, mi abuelo, era natural de Guararé y se dedicó a la agricultura y a la pesca en los extensos litorales de la Península de Azuero. En esas conversaciones informales supe que muchas veces el abuelo Toño viajaba en bote de Guararé a Pocrí, en donde sembraba arroz.
Desde chico mi padre me narraba con gran orgullo cómo había logrado terminar con altas calificaciones la escuela primaria en una época en donde aquello era toda una proeza. Esa formación educativa debió transcurrir entre finales de la década del veinte e inicio de los años treinta. Aquellos eran los tiempos del Guararé en transición hacia la "modernidad" y él -espíritu inquieto-, siempre supo revelarse contra los anquilosados estilos de vida imperantes. Años después la ocasión se le presentó en bandeja de plata. Con motivo de la II Guerra Mundial, como tantos otros santeños, marchó a satisfacer la demanda de mano de obra que generaba la contienda bélica en la ciudad capital. Laboró en la Zona de Canal, en el sector Pacífico y en Colón. Además, adquirió una gran experiencia comercial en el almacén de la Familia Cattán, en la Ciudad de Panamá.
Luego, con un poco más de visión, retorno a su pueblo guarareño y compró en Bella Vista un terreno con su respectiva casa de quincha. Allí estableció un negocio que llamó Comercial Mercedes; con posterioridad esa razón comercial se transformó en Comercial Pinzón. En 1948 se casó con Mercedes Rodríguez, mi madre, y desde finales de los años cuarenta hasta finales de los ochenta se dedicaron al comercio. Durante casi medio siglo atendieron al público en una tienda que evolucionó de pequeña a grande.
Sin embargo, el comercio no fue su única pasión, porque su espíritu siempre estuvo abierto a la superación personal. Ya adulto estudió contabili¬dad en la escuela nocturna de la Ciudad de Las Tablas (Escuela Profesional Santa Librada) e incluso logró jubilarse laborando en las oficinas del IDAAN de la capital provin¬cial santeña.
Orgulloso de su estirpe, consideraba que "la gente no debe vivir escondida detrás de las puertas". Fiel a sus principios, junto a otros bellavisteños, con¬tribuyó a fundar la primera cooperativa de ahorro y crédito de las provincias centrales. Así nació la Cooperativa José del C. Domínguez R.L.; empresa a la que dedicó su escaso tiempo libre y en donde fungió durante muchos años como gerente sin sueldo. Esa etapa de su vida marcó nuestra familia; recuerdo los tiempos cuando mi madre atendía el negocio y con cariño le reprochaba: "Alejandro, nadie te va a agradecer nada". Pero mi padre seguía imperturbable junto con todos aquellos otros pioneros del cooperativismo nacional organizando bailes para con esos fondos construir el edificio que sirve hoy de base a una de las organizacio¬nes de más alto prestigio dentro del movimiento cooperativista nacional. Me refiero a la misma cooperativa que ya en los años sesenta del Siglo XX reforestaba los manglares, en una época en donde la palabra ecología eran desconocida para la mayoría de los panameños.
Junto a muchos otros bellavisteños, en su mayoría ya desaparecidos, fueron los verdaderos constructores y renovadores del pueblo. Toda una ardua labor realizada a través de juntas; pero con la confianza de que el trabajo colectivo ennoblece al hombre. Así llegó la luz, se mejoró la carretera, construyeron la cancha de baloncesto y se hizo el actual acceso a la playa. Y fue también mi padre, en un gesto de desprendimiento que aún comparto con él, quien donó el único terreno que teníamos para que se edificara el Estadio Municipal.
Los recuerdos que atesoro son los de un amante padre que por ratos era estricto y en otro se tornaba en extremo cariñoso. Una personalidad que le permitía mantener la autoridad, sin por eso dejar de amar las cosas más sencillas, ni destruir en nosotros la autoestima y la sensibilidad. Hablo del mismo hombre a quien los afanes comerciales nunca marchitaron su oculta vocación de escritor. En una ocasión (1962) ganó el concurso de cuentos que auspiciaban los periodistas santeños al escribir "La veranera pascual". A propósito de ese suceso escribió en el álbum de fotografías familiares: "La veranera pascual es una muestra de mi niñez y del afecto que siento muy dentro de mi alma por los desheredados de la fortuna de los que jamás me apartaré por muy alto que el destino quiera llevarme".
Esta complicidad de hombre de pueblo forma parte de la herencia que sembró en sus hijos. Nada era más importante para él como el que nosotros tomáramos conciencia de nuestra extracción social. El recordar el origen social de los abuelos y el comprender que la educación es un instrumento liberador, son dos de los pilares sobre los que edificó la familia. "Tu puedes lograr lo que deseas", me decía con frecuencia cuando yo era apenas un niño incapaz de comprender a plenitud su filosofía de la vida. Todavía bullen en mi memoria sus cogitaciones de filósofo paterno cuando caminábamos agarrados de la mano sobre la arena mojada de la playa de Bella Vista. En esos momentos, a lo lejos se divisaba El Farallón y él iba repitiendo: "Mira la arena de la playa, así somos los hombres, una partícula en el cosmos y así hay quien se cree la gran cosa." En otras, me hablaba de su amigo Sergio González Ruiz a quien la oligarquía panameña nunca le permitió que llegara a ser presidente por el contenido de sus ideas sociales. Fue él, mi padre, quien un día trajo a la casa el libro "Veintiséis leyendas panameñas" y "Momentos Líricos". Gracias a su vocación por la lectura - teníamos una pequeña biblioteca familiar-, era común que tuviéramos acceso a la "Revista Life" y a las "Seleccio¬nes de Readers Digest". Con él aprendí que existía Belisario Porras, Nacho Valdés, Gonzalito y tuve entre mis manos por vez primera un ejemplar de la Revista Lotería que recibía periódicamente en el Correo de Guararé.
Como buen santeño tenía una envidiable ética del trabajo. En sus mejores tiempos atendía la tienda desde la cinco de la mañana hasta las diez de la noche. Porque "el que tiene tienda que la atienda, sino que la venda" y "hay que tener de todo, porque uno no puede salirle a la gente con el cuento de que, mire que el carro del chino no ha venido", decía en broma.
Los últimos años de su vida fueron un poco difíciles para él, para un santeño acostumbrado a ser autosuficiente. De aquel hombre que vio morir a su esposa en 1988, quedó un ser con una honda pena interior. Ocho años después falleció el 17 de octubre de 1996, en un día terminado en siete, como siempre lo creyó.
Hoy, cuando aún no se han sanado las heridas, un orejano orgulloso de su raíz paterna lo evoca en esta tarde que preludia el inicio del verano y en la que todo presagia que se fue el invierno. Como siempre, vendrá la nueva estación con sus campanillas, madroños en flor y cometas infantiles en el cielo. Y en esta, como en otra época, los dolores de la partida se mitigan con la evocación del padre amantísimo que renace en cada poro de mi piel.
Con él hablé mucho sobre los momentos de su vida de niño; tanto, que esas estampas familiares se adhirieron como abrojos a los pantalones cortos de un niño nacido en la década del cincuenta. Me contó que nació como conjunción del encuen¬tro entre Lucía Jaén Vargas y Antonio Jaén Ovalle. Ella, mi abuela materna, era hija de Dionisia Jaén y procedían de El Quemao, denominación con la que antiguamente se conocía a la actual población de San José de Las Tablas. Antonio, mi abuelo, era natural de Guararé y se dedicó a la agricultura y a la pesca en los extensos litorales de la Península de Azuero. En esas conversaciones informales supe que muchas veces el abuelo Toño viajaba en bote de Guararé a Pocrí, en donde sembraba arroz.
Desde chico mi padre me narraba con gran orgullo cómo había logrado terminar con altas calificaciones la escuela primaria en una época en donde aquello era toda una proeza. Esa formación educativa debió transcurrir entre finales de la década del veinte e inicio de los años treinta. Aquellos eran los tiempos del Guararé en transición hacia la "modernidad" y él -espíritu inquieto-, siempre supo revelarse contra los anquilosados estilos de vida imperantes. Años después la ocasión se le presentó en bandeja de plata. Con motivo de la II Guerra Mundial, como tantos otros santeños, marchó a satisfacer la demanda de mano de obra que generaba la contienda bélica en la ciudad capital. Laboró en la Zona de Canal, en el sector Pacífico y en Colón. Además, adquirió una gran experiencia comercial en el almacén de la Familia Cattán, en la Ciudad de Panamá.
Luego, con un poco más de visión, retorno a su pueblo guarareño y compró en Bella Vista un terreno con su respectiva casa de quincha. Allí estableció un negocio que llamó Comercial Mercedes; con posterioridad esa razón comercial se transformó en Comercial Pinzón. En 1948 se casó con Mercedes Rodríguez, mi madre, y desde finales de los años cuarenta hasta finales de los ochenta se dedicaron al comercio. Durante casi medio siglo atendieron al público en una tienda que evolucionó de pequeña a grande.
Sin embargo, el comercio no fue su única pasión, porque su espíritu siempre estuvo abierto a la superación personal. Ya adulto estudió contabili¬dad en la escuela nocturna de la Ciudad de Las Tablas (Escuela Profesional Santa Librada) e incluso logró jubilarse laborando en las oficinas del IDAAN de la capital provin¬cial santeña.
Orgulloso de su estirpe, consideraba que "la gente no debe vivir escondida detrás de las puertas". Fiel a sus principios, junto a otros bellavisteños, con¬tribuyó a fundar la primera cooperativa de ahorro y crédito de las provincias centrales. Así nació la Cooperativa José del C. Domínguez R.L.; empresa a la que dedicó su escaso tiempo libre y en donde fungió durante muchos años como gerente sin sueldo. Esa etapa de su vida marcó nuestra familia; recuerdo los tiempos cuando mi madre atendía el negocio y con cariño le reprochaba: "Alejandro, nadie te va a agradecer nada". Pero mi padre seguía imperturbable junto con todos aquellos otros pioneros del cooperativismo nacional organizando bailes para con esos fondos construir el edificio que sirve hoy de base a una de las organizacio¬nes de más alto prestigio dentro del movimiento cooperativista nacional. Me refiero a la misma cooperativa que ya en los años sesenta del Siglo XX reforestaba los manglares, en una época en donde la palabra ecología eran desconocida para la mayoría de los panameños.
Junto a muchos otros bellavisteños, en su mayoría ya desaparecidos, fueron los verdaderos constructores y renovadores del pueblo. Toda una ardua labor realizada a través de juntas; pero con la confianza de que el trabajo colectivo ennoblece al hombre. Así llegó la luz, se mejoró la carretera, construyeron la cancha de baloncesto y se hizo el actual acceso a la playa. Y fue también mi padre, en un gesto de desprendimiento que aún comparto con él, quien donó el único terreno que teníamos para que se edificara el Estadio Municipal.
Los recuerdos que atesoro son los de un amante padre que por ratos era estricto y en otro se tornaba en extremo cariñoso. Una personalidad que le permitía mantener la autoridad, sin por eso dejar de amar las cosas más sencillas, ni destruir en nosotros la autoestima y la sensibilidad. Hablo del mismo hombre a quien los afanes comerciales nunca marchitaron su oculta vocación de escritor. En una ocasión (1962) ganó el concurso de cuentos que auspiciaban los periodistas santeños al escribir "La veranera pascual". A propósito de ese suceso escribió en el álbum de fotografías familiares: "La veranera pascual es una muestra de mi niñez y del afecto que siento muy dentro de mi alma por los desheredados de la fortuna de los que jamás me apartaré por muy alto que el destino quiera llevarme".
Esta complicidad de hombre de pueblo forma parte de la herencia que sembró en sus hijos. Nada era más importante para él como el que nosotros tomáramos conciencia de nuestra extracción social. El recordar el origen social de los abuelos y el comprender que la educación es un instrumento liberador, son dos de los pilares sobre los que edificó la familia. "Tu puedes lograr lo que deseas", me decía con frecuencia cuando yo era apenas un niño incapaz de comprender a plenitud su filosofía de la vida. Todavía bullen en mi memoria sus cogitaciones de filósofo paterno cuando caminábamos agarrados de la mano sobre la arena mojada de la playa de Bella Vista. En esos momentos, a lo lejos se divisaba El Farallón y él iba repitiendo: "Mira la arena de la playa, así somos los hombres, una partícula en el cosmos y así hay quien se cree la gran cosa." En otras, me hablaba de su amigo Sergio González Ruiz a quien la oligarquía panameña nunca le permitió que llegara a ser presidente por el contenido de sus ideas sociales. Fue él, mi padre, quien un día trajo a la casa el libro "Veintiséis leyendas panameñas" y "Momentos Líricos". Gracias a su vocación por la lectura - teníamos una pequeña biblioteca familiar-, era común que tuviéramos acceso a la "Revista Life" y a las "Seleccio¬nes de Readers Digest". Con él aprendí que existía Belisario Porras, Nacho Valdés, Gonzalito y tuve entre mis manos por vez primera un ejemplar de la Revista Lotería que recibía periódicamente en el Correo de Guararé.
Como buen santeño tenía una envidiable ética del trabajo. En sus mejores tiempos atendía la tienda desde la cinco de la mañana hasta las diez de la noche. Porque "el que tiene tienda que la atienda, sino que la venda" y "hay que tener de todo, porque uno no puede salirle a la gente con el cuento de que, mire que el carro del chino no ha venido", decía en broma.
Los últimos años de su vida fueron un poco difíciles para él, para un santeño acostumbrado a ser autosuficiente. De aquel hombre que vio morir a su esposa en 1988, quedó un ser con una honda pena interior. Ocho años después falleció el 17 de octubre de 1996, en un día terminado en siete, como siempre lo creyó.
Hoy, cuando aún no se han sanado las heridas, un orejano orgulloso de su raíz paterna lo evoca en esta tarde que preludia el inicio del verano y en la que todo presagia que se fue el invierno. Como siempre, vendrá la nueva estación con sus campanillas, madroños en flor y cometas infantiles en el cielo. Y en esta, como en otra época, los dolores de la partida se mitigan con la evocación del padre amantísimo que renace en cada poro de mi piel.
...mpr
Noviembre/1996
Profesor,y yo que me jacto de ser un "Cholito Encutarrao",y la verdad,usted me desbanco compa,siempre lo he admirado por su estilo vernacular de escribirle al pueblo panameño,y al mundo,Mis saludos desde Estados Unidos,"El Cholito Encutarrao".
ResponderEliminar