Sobre este tópico partiré retomando lo planteado por el pensamiento aristotélico, a saber, que la política es el arte de vivir en sociedad. De ello se deduce que el ser humano está “condenado” a mantener nexos con sus semejantes, ya que no puede escapar ni dejar de ser un ente político. Sin embargo, la política también se expresa como la lucha por el poder y en este caso encontramos a los partidos políticos como expresión tangible de tal proceder.
Ya sabemos que en los sistemas democráticos ese “poder” se delega y disputa entre los aspirantes a puestos de elección. Mediante el proceso electoral el votante transfiere su cuota de poder a un representante que ha de ejercer el dominio en su nombre y en el de los demás. De allí se colige que el elector tiene una responsabilidad que va más allá de su persona, por cuanto no está decidiendo solamente por él, sino por el conglomerado social al que pertenece.
En este punto arribamos al meollo del asunto que nos ocupa, es decir, establecer cuáles son los criterios que ha de adoptar el ciudadano para ejercer responsablemente el sufragio. Situados en esta encrucijada, al parecer existen dos vertientes, una que está ligada con la agrupación que respaldará con su voto (partido político o grupo independiente) y otra que involucra al candidato en sí.
En efecto, lo primero es conocer la agrupación con la que se ha de votar, porque ya se trate de un candidato que abandera un partido político o aquel otro que lo hace de forma independiente, se supone que ambos tienen por meta la satisfacción de las necesidades colectivas. El elector debe estudiar la trayectoria histórica, conocer la ideología y observar las propuestas que la agrupación plantea para promover el desarrollo nacional. Este aspecto reviste hondo significado, porque un partido no sólo es una agrupación que participa en la contienda por la toma del poder; aspira a éste para concretizar una visión de país que debe expresarse en planes, proyectos y políticas gubernamentales.
De lo dicho se colige que en los sistemas democráticos el votante se ve precisado a seleccionar entre una multiplicidad de candidatos. En este sentido, lo afirmado para los partidos políticos también podría ser aplicado a la persona que quiere representarnos. De allí que sea vital el determinar el perfil del postulado. En este punto hay tres variables a considerar: formación académica, ejecutorias ciudadanas y valores morales. Sin duda el representante ideal sería el que posea las mejores calificaciones de estos tres aspectos a los que hago alusión, pero ya sabemos que no siempre encontramos a quien reúna semejantes atributos.
Habida cuenta de la truculencia reinante en la política nacional, pareciera imponerse una postura pragmática por parte del elector. Como quiera que vivimos un momento en el que de forma desvergonzada algunos candidatos presentan propuestas por el simple hecho de cumplir con ese requisito (“Cartitas al Niño Dios” en tiempos electorales), sin demeritar otros aspectos, el elector ha de dar prioridad no tanto a lo que propone, sino a lo que evidencia la vida de quien se postula. Me refiero a las ejecutorias ciudadanas de quien aspira a representarnos, porque un hombre se define realmente en lo que ha hecho y no necesariamente en lo que propone. Y, particularmente, en lo fiel que ha sido con los valores sociales que dice profesar y defender.
Si al final del largo camino, y luego de analizar las diversas ofertas, aún el votante no se encuentra satisfecho con las propuestas reinantes, su madurez ciudadana debe impulsarle a participar del proceso electoral. En este caso quizás prefiera no elegir y, por lo tanto, su voto ha de ser en blanco. Pienso que este tipo de postura, contrario a lo que algunos pregonan, tiene un profundo significado; el de gritar al país que no se comparte el escrutinio político que se realiza y que, por lo tanto, se aspira a una nueva forma de hacer política.
Ante la disyuntiva de la próxima elección, es nuestro deber moral, más allá del meramente legal, hacer una selección que conduzca al fortalecimiento de una nueva cultura política. El ciudadano debe asumir una conducta que rompa con los hábitos politiqueros que hemos heredados de antaño. Esto implica hacer una selección sensata, una que supere el amiguismo, el caciquismo y el individualismo; un voto inteligente que reconozca los méritos a quien lo posea, aunque no forme parte constitutiva del partido político al que se pertenecemos.
...mpr...
Ya sabemos que en los sistemas democráticos ese “poder” se delega y disputa entre los aspirantes a puestos de elección. Mediante el proceso electoral el votante transfiere su cuota de poder a un representante que ha de ejercer el dominio en su nombre y en el de los demás. De allí se colige que el elector tiene una responsabilidad que va más allá de su persona, por cuanto no está decidiendo solamente por él, sino por el conglomerado social al que pertenece.
En este punto arribamos al meollo del asunto que nos ocupa, es decir, establecer cuáles son los criterios que ha de adoptar el ciudadano para ejercer responsablemente el sufragio. Situados en esta encrucijada, al parecer existen dos vertientes, una que está ligada con la agrupación que respaldará con su voto (partido político o grupo independiente) y otra que involucra al candidato en sí.
En efecto, lo primero es conocer la agrupación con la que se ha de votar, porque ya se trate de un candidato que abandera un partido político o aquel otro que lo hace de forma independiente, se supone que ambos tienen por meta la satisfacción de las necesidades colectivas. El elector debe estudiar la trayectoria histórica, conocer la ideología y observar las propuestas que la agrupación plantea para promover el desarrollo nacional. Este aspecto reviste hondo significado, porque un partido no sólo es una agrupación que participa en la contienda por la toma del poder; aspira a éste para concretizar una visión de país que debe expresarse en planes, proyectos y políticas gubernamentales.
De lo dicho se colige que en los sistemas democráticos el votante se ve precisado a seleccionar entre una multiplicidad de candidatos. En este sentido, lo afirmado para los partidos políticos también podría ser aplicado a la persona que quiere representarnos. De allí que sea vital el determinar el perfil del postulado. En este punto hay tres variables a considerar: formación académica, ejecutorias ciudadanas y valores morales. Sin duda el representante ideal sería el que posea las mejores calificaciones de estos tres aspectos a los que hago alusión, pero ya sabemos que no siempre encontramos a quien reúna semejantes atributos.
Habida cuenta de la truculencia reinante en la política nacional, pareciera imponerse una postura pragmática por parte del elector. Como quiera que vivimos un momento en el que de forma desvergonzada algunos candidatos presentan propuestas por el simple hecho de cumplir con ese requisito (“Cartitas al Niño Dios” en tiempos electorales), sin demeritar otros aspectos, el elector ha de dar prioridad no tanto a lo que propone, sino a lo que evidencia la vida de quien se postula. Me refiero a las ejecutorias ciudadanas de quien aspira a representarnos, porque un hombre se define realmente en lo que ha hecho y no necesariamente en lo que propone. Y, particularmente, en lo fiel que ha sido con los valores sociales que dice profesar y defender.
Si al final del largo camino, y luego de analizar las diversas ofertas, aún el votante no se encuentra satisfecho con las propuestas reinantes, su madurez ciudadana debe impulsarle a participar del proceso electoral. En este caso quizás prefiera no elegir y, por lo tanto, su voto ha de ser en blanco. Pienso que este tipo de postura, contrario a lo que algunos pregonan, tiene un profundo significado; el de gritar al país que no se comparte el escrutinio político que se realiza y que, por lo tanto, se aspira a una nueva forma de hacer política.
Ante la disyuntiva de la próxima elección, es nuestro deber moral, más allá del meramente legal, hacer una selección que conduzca al fortalecimiento de una nueva cultura política. El ciudadano debe asumir una conducta que rompa con los hábitos politiqueros que hemos heredados de antaño. Esto implica hacer una selección sensata, una que supere el amiguismo, el caciquismo y el individualismo; un voto inteligente que reconozca los méritos a quien lo posea, aunque no forme parte constitutiva del partido político al que se pertenecemos.
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