Son las 4:10 de la tarde. Miércoles 30 de enero de 1985. Estoy en Chitré, a 252 kilómetros de la capital de la República de Panamá. Un diminuto país enclavado en el Istmo centroamericano. Así son las cosas. Pongo en marcha mi vehículo y me dirijo a la playa El Agallito. Al momento, recorro la Barriada El Rosario, un producto del flujo migratorio azuerense en su dimensión de emigración interna. A mi derecha, se extienden los potreros donde pastan indiferentes las vacas. A la altura del aeropuerto chitreano se observan en la distancia decenas de toldas militares. Hasta hace poco, estos terrenos eran el área de dormitorio de garzas blancas que, todas las tardes, volaban a posarse en las ramas de los arbustos propios de las albinas chitreanas.
Todavía no me repongo de los cambios que se han operado en los terrenos de los Tello en tan sólo quince días. Mientras cavilo solitariamente sobre estas cosas un soldado rubio me detiene para dar paso expedito a los camiones militares. Espero. Un grueso número de curiosos se arremolinan pegados a las cercas. El aeropuerto chitreano tiene más gente que de costumbre. Dos helicópteros se posan lentamente sobre la pista rodeada de toldas y equipo militar. Al fin entraron los camiones. Avanzo. Tres jovencitas se pasean sonreídas por el camino que conduce a la playa. Visten ropa de verano, se ven hermosas y sus rosados rostros reflejan ingenuidad. Una patrulla de las Fuerzas de Defensa panameña escolta otro grupo de militares norteamericanos. Miro a la distancia un inexistente punto y pienso en Walt Whitman con su barba blanca y larga:
"Un niño me dijo: ¿Qué es la hierba?,
"Un niño me dijo: ¿Qué es la hierba?,
mostrándome las dos manos llenas.
¿Qué podía yo responder al niño?
Yo no sé como él, qué es la hierba".
De las manos cuajadas de rocío de un niño a la torre de comunicaciones militares hay mucha distancia. Más curiosos. Más gringos, más camiones. Gringos rubios y gringos negros. Sí, porque también hay gringos negros. Gringos, gringos, gringos. Esto me recuerda a Korsi en su Visión de Panamá:
"Movimiento. Tráfico. Todas las cantinas,
todos los borrachos, todos los fox-trots
y todas las rumbas y todos los grajos
y todos los gringos que nos manda Dios".
Esta tarde no tiene la belleza de los atardeceres azuerenses. Ruido de llantas, motores y pisadas de botas. Un rollo de alambres de púas están extendiendo a lo lejos. Y entre la polvareda, en la distancia, tímidamente se enarbola nuestra bandera en los azules cielos herreranos. Continúo. Una amiga me saluda desde su vehículo en dirección contraria. Pasa rauda. Me quedo absorto viendo más niños en bicicletas. Juegan alegres pensando en el Hombre Araña o en La Mujer Maravilla. Avanzo. Se divisa en el horizonte la majestuosidad del Océano Pacífico. A mi derecha, una docena de casas me indican que paso por la Barriada La Unión, otra muestra de la marginalidad chitreana. Desde un afiche, a la vera del camino, con cara de preocupación, Torrijos parece mirar el terreno de los Tello. Hoy, sus palabras de años atrás están en la brisa que viene del mar:
"Y porque estamos pactando un tratado de neutralidad que nos coloca bajo el paraguas defensivo del Pentágono, pacto este que, de no administrarse juiciosamente por las futuras generaciones, puede convertirse en instrumento de permanente intervención".
A su lado, un retrato de iguales proporciones muestra a otro General sonriente. Atravieso las albinas. A lo lejos, siempre a lo lejos, se dibuja la silueta de un salinero encorvado sobre sus destajos. Tras sus espaldas un rojo sol agoniza en el horizonte. Llego a mi destino. Las palmearas se mueven inquietas. El mar se ve picado, violento, como si de repente una nube de avispas invisibles le aguijoneara. Algo le molesta. Quizás ésta sea su manera de protestar. Cuando los hombres callan, la naturaleza habla. No sé. Alguien se acerca y me dice: "¿Se fijó, compa...? Llegaron los gringos". En mi interior una voz repite: "Es cierto, CARAJO... Llegaron los gringos".
.....mpr...
30/I/1985
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