Cuenta una antigua leyenda santeña que desde el fondo de las espumosas
aguas del río Perales -las que en determinado punto se vierten sobre una poza
tallada por la milenaria corriente-, emergía una ninfa de hechizos y
encantamientos. La niña encantada del
salto del pilón le llamó Sergio González Ruiz, el inolvidable y vernáculo
escritor tableño. Afirma el tradicional relato que no había mortal que pudiera
resistirse al embrujo y encanto de aquella semidiosa aparecida en ese natural
marco de rocas, árboles y trino de pájaros cantores.
Y el mitológico relato acude a mi mente cuando medito en la suerte de mi
tierra; la península istmeña, esa que huele a yerbabuena y albahaca, la de
fondas con changa y buñuelos, la que sabe a panela y respira salineros aromas
de marismas. Al reflexionar sobre ella duele constar que en esta región istmeña
la modernidad ha hecho trizas tales relatos costumbristas, al tiempo que inca
el colmillo y siembra incertidumbre en la testa del paisano, del orejano que
ahora camina revestido de civilización y parece encantado con otras mitologías
de visajes engañosos y alienantes.
En verdad, se ilusiona el ser individual y colectivo con los cantos de
sirena de la mundialización. Todo acaece en época de teléfonos inteligentes,
muñecas que hablan, ordenadores de ensoñación, música foránea, redes sociales,
añejas promesas de políticos desechables, democracias embrionarias, minería
depredadora, delincuentes de cuello blanco y aperturas de mercados.
Inevitablemente las guarichas retroceden y las ninfas se arrinconan en el
remanso del río o en alguna cueva en donde antaño moró algún viejo saurio.
Sí, subyuga al oído incauto aquello de reingeniería, calidad total,
emprendimiento y demás deslumbramientos que pregonan los nuevos gurúes de la
globalización. “Vivimos otros tiempos”, replica el sabihondo de la urbe al
osado caballero rural que le advierte del despiste social y cultural. Porque
oteando horizontes foráneos el hombre peninsular ha olvidado el encanto del
patrimonio familiar que cotiza a buen precio y que intenta vender como queque en fiesta pueblerina. Recorriendo
los centros comerciales, que ahora llama mall,
ha terminado comprando el culantro que antaño abundaba en su patio y
reemplazando la maquenca por una
fruta exótica. Come hamburguesa y pizza y olvida la fonda, porque hasta ésta se
ha vuelto gourmet. Muy triste la
tienda retrocede y fenece ante el empuje del emprendimiento asiático, que no es
nuevo, pero que cuenta con defensores de mano extendida y limosneros de toga y
birrete. De todas maneras, porque está de moda, el hombre quiere ser un tipo light, de esos que aún miran el sombrero
pintao como parte de algún disfraz
que obligado luce en la Semana del Campesino, aunque el campestre sujeto ya no
exista y forme parte del ayer que no volverá. Los orejanos se están
extinguiendo, como la casa de quincha que llora en su portal la suerte de la
cumbrera y la teja que en ella dormitaba.
En plena modernidad hemos regresado a las ninfas que bailan sobre las
aguas y muestran al hombre peninsular sus peines de oro. Y como aconteció con
el famoso mancebo español, podemos ser víctima de sus hechizos y
encantamientos, y hundirnos para siempre entre las espumosas aguas que prometen
la felicidad y un mundo de morrocotas de oro
……mapr…
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