He de afirmar
que la región de Azuero es una zona deforestada, aunque ello sea llover sobre
mojado, por lo trillado de la frase. Lo que no es tan común son las consecuencias
que la tala de bosques conlleva, deforestación que va acompañada por otra, la del
desmonte cultural, en sociedades que miran y experimentan la agonía de un ayer
relativamente cercano.
En cambio, lo que aquí interesa es cavilar sobre las
repercusiones que tiene la llamada cultura del potrero sobre el hombre que mora
en las provincias de Los Santos y Herrera. Porque no es lo mismo residir, como
antes, en una península de extensas
sabanas y tímidas sierras, con ríos que en el siglo XVI poseían abundantes
árboles en sus veras, que vivir en el siglo XXI con la resequedad que
caracteriza el área y con un sol que abrasa la vida que ha quedado atrapada en
el cuadrilátero peninsular.
La riqueza que
se ha perdido, ambientalmente hablando, algo ha de haber repercutido en las
relaciones entre sociedad, cultura, hombre y los seres que en ella viven. Hay,
sin duda, un efecto sobre el proceso de socialización; en los vínculos
naturales que permitían los nexos del hombre con su entorno, porque la
deforestación provocó la ruptura con lazos que eran tan necesarios para el goce
de la vida y los placeres del alma.
¿Podríamos hablar
de deshumanización del ser? ¿Cómo ha impactado ello en la vida vegetal, animal
y humana? Y lo que es más importante, la repercusión en la autoestima colectiva
y en la propia visión sobre sí mismo. El haber dado ese salto de destrucción ambiental
supone, casi que necesariamente, el encontrar otros reemplazos que llenen los vacíos
sociales y ecológicos que fueron destruidos en ese proceder autodestructivo. Debo
decir que el hacha no sólo acabó con el arcabuco, como llamaban en la colonia
al arbolado, de alguna manera ha representado un duro golpe que apunta a la
muerte del sistema socioambiental.
Y si es una
verdad axiomática que el ser humano se realiza en y con los demás, así como con
el entorno ambiental, entonces tendríamos que interrogarnos si, desde el siglo
XIX y XX, que es la etapa cuando se consuma el cambio ambiental y cultural, el
habitante peninsular, vale decir, el orejano, ha logrado llenar tal carencia
emocional. Porque ante la ausencia de los bosques, los que le permitían
sentirse parte de la naturaleza, ¿cómo ha llenado el azuerense ese espacio emocional?
Creo que parte
de la respuesta está reflejada en la suerte de la cultura regional, porque esa
etapa coincide con la valoración del folklore regional, que también experimenta
las mismas trasformaciones. El volcarse hacia la identidad cultural es una
forma de llenar tal necesidad psicosocial. Tal vez en este sentido pueda explicarse
el intento de retornar a una especie de arcadia, el retorno al tiempo mítico de
los abuelos, cuando todo era mejor, abundaba la caza y el agua era pura.
Otro elemento
fundamental para esclarecer el tópico que nos ocupa, reside en la música, manifestación
que se ha convertido casi en droga, porque el ser peninsular siempre ha sido
musical y poético, pero no al extremo que vemos en la era actual cuando se
experimenta una borrachera de acordeones y de cantaderas que inundan a la
región. Evidentemente estamos ante la comercialización del folklore y la
búsqueda de la satisfacción que no rebasa la emoción pasajera, la coyuntura de
llenar algo que se desconoce.
Mire usted cómo
está todo esto relacionado con otro elemento que no parece responder a tales
entresijos estructurales: la congoja. Porque cuando el estudioso se adentra al análisis
del área peninsular, descubre la existencia de la congoja. Ese sentimiento de
melancolía que impregna el sistema social y que está en la base de algunas
expresiones culturales: la décima, la música de violín y los acordeones, sin
olvidar la propia cultura de la muerte. En efecto, tales expresiones logran
sublimar -aunque sin resolver- una necesidad más fundamental, la de volver a matrimoniar
lo social con lo ambiental.
De lo dicho se
colige que vivir en estas tierras secas y calcinadas por el sol, puede engañar
al visitante desprevenido, sobre todo al que arriba por temporadas breves -procesiones,
feria, festivales y carnavales, por ejemplo- porque la imagen exterior es la de
un hombre alegre y festivo, que muchas veces no es consciente de lo que
acontece, en especial de las causas estructurales, las que no son tan evidentes
y coyunturales.
La destrucción
del bosque le ha robado al ser peninsular un sentimiento de conexión con lo
creado, la armonía existencial y le induce hacia el hedonismo que intenta
suplir el goce de los animales en el bosque, la belleza de la floración y hasta
los necesarios y saludables suspiros cósmicos.
En este sentido
lo natural del bosque, el agua clara del río, la magia de la lluvia, al no
existir plenamente, divorcia lo sacro y lo profano de manera brusca y le ha
impedido realizar una transición adecuada como ser religioso, no como seguidor
de una religión en particular, sino como ente que experimenta religiosidad. Por
eso la destrucción del bosque ha sido y sigue siendo un estacazo a su ser, a lo
más íntimo de la personalidad que se nutre de la relación con la naturaleza.
Pienso que más
allá del estudio de la simple deforestación, de los costos económicos de la
misma, del exterminio de la fauna, de la ausencia del bosque en sí, ya deplorable, se impone resarcir los daños infringido a la naturaleza, porque
al hacerlo no solo se logra recomponer al ecosistema natural, sino al de tipo
social y cultural, que es como decir, devolverle el alma al hombre peninsular.
10/III/2024.
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