Dentro de poco Daniel Dorindo
Cárdenas Gutiérrez (1936-2026) cumplirá 90 años. Todos le conocemos como
Dorindo, aunque Daniel es el primer nombre de pila, porque el segundo lo usa
como denominación artística.
Nueve décadas es mucho andar por los
caminos de la patria de Justo y Belisario, del Canajagua y el Barú. De los años
transcurridos, no menos de sesenta los ha dedicado al instrumento que, desde mediados
de la centuria vigésima, se volvió más hegemónico que el violín: el
aristocrático instrumento de los campos panameños que debe mucho al ingenio
italiano, así como el acordeón se nutre del influjo teutón, y más atrás, de la milenaria
cultura china.
Dorindo es vocablo que dice mucho,
porque se ha convertido en sinónimo de fiesta y alegría sonora de la
panameñidad. Ese mérito no es producto del azar, ni de la concesión gratuita de
nadie; encarna la labor de mucho tiempo, componiendo y tocando, incluso
haciendo de Cupido sin quererlo. Porque es curioso que el acordeonista nace el
día del amor y la amistad (14 de febrero), como si el alumbramiento fuero el mensaje
premonitorio del papel social que habría de desempeñar.
Las canciones del Poste de Macano
Negro -de su autoría o de otros- tienen el embrujo de los campos, con letras
que cantan al amor, la vida en pareja, los requiebros a la mujer idolatrada o
la admiración a un personaje. Dorindo no canta a la élite, al potentado, sino
al hombre de pueblo, con o sin birrete.
Junto a Gelo Córdoba, así como al
resto de la generación de violinistas que le antecedieron, son los verdaderos
zapadores de la música de acordeones en el Istmo, porque si bien el acordeón se
vuelve dominante, el instrumento de fuelles no hace otra cosa que construir
sobre la base del trabajo musical de quienes les antecedieron. Es decir, la
generación de compositores que nacen al oriente de la península con dirección
sur, hacia las sabanas pedasieñas.
Para quienes miramos el aporte de
Dorindo bajo el prisma sociológico, cultural e histórico, la figura del santeño
se crece. Y es que el acordeonista es el cuenco de una sociedad que lucha entre
la tradición y la modernidad; porque compone la música que se niega a morir y
que desde Gelo y Dorindo ha sabido, no siempre con éxito, sobrevivir a la
avalancha de estilos y modismos que la empujan a desvirtuar sus verdaderas raíces.
Dorindo ha navegado en esas aguas
turbulentas y su modelo de conjunto musical dominó el escenario hasta los años
noventa de la pasada centuria y aún se proyecta en el siglo XXI. El relativo declive
del modelo se explica, no porque hayan surgido mejores agrupaciones, sino por razones
temporales, transformación de la base social e influjo de la música foránea.
En el siglo XX Dorindo es el soporte
de nuestra música orejana, la que, desde el campo y la ciudad, fue y es eco
sonoro de lo que somos. Entre otras canciones: “Mogollón”, “XV festival en
Guararé”, “Pueblo Nuevo”, “Momposina”, “Barranco del río Muñoz”, “Revolcón en
Llano de Piedra”, “Manizaleña”, “A mi patria chica”, “La linda Ballesteros”, “El
solitario”, “Desolación”, “Los sentimientos del alma” y muchas otras, no sólo
son notas en el pentagrama que el acordeón interpreta, son el alma del pueblo,
la rebeldía musical de la cultura istmeña que con Dorindo reafirma su identidad
cultural.
.......mpr...
En las faldas de cerro El Barco,
Villa de Los Santos, a 9 de febrero de 2025.
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