He aprendido a
amar nuestro idioma. Con él he recorrido caminos ignotos, con la palabra que es
otro mundo, en viejas hojas de añejos libros y de noveles escritos. Desde los
viejos tiempos, recostado en el tronco de la enhiesta palmera, en el silencio
de la naturaleza, solo interrumpido ocasionalmente por el gorjeo de los
pájaros. Sí, levantar la vista y mirar el entorno para comprender el matrimonio
entre libro, idioma y naturaleza pródiga.
Leer a los
grandes hombres, los escritores del ayer y el hoy, es un privilegio y hacerlo
en la lengua del Manco de Lepanto, acompañado de Sancho y de la Dulcinea del
Toboso. Cómo no amarlo en los poemas de Antonio y Manuel Machado, en la vida
fructífera de Federico García Lorca (“…que yo me la llevé al río…”) y en la
genialidad de La Isla Mágica de Rogelio Sinán. Leo ansioso porque por allí me
miran los hermanos Saavedra Espino, con ese anuncio en el lomo del escaparate
del libro: Alma de Azuero y Espino Mensabé antes que Azuero.
El castellano
es mi lengua y con ella soy feliz. Me acurruco junto a ella mientras escribo,
porque soy heredero de la cultura occidental. Esa es mi herramienta, mi
palanca, la flor con aroma de tinta y olor a grandeza. La misma de los campos
de Castilla y salero andaluz. La que parió en mi península el mestizaje del
idioma y bendijo la voz de los orejanos desparramados en la costa oriental. Esa
que escaló la sierra y se arraigó en los ríos, bosque y quebradas, la que se
adhirió como enredadera en los recodos guturales de la garganta, para que pueda
nombrar y escribir sobre la pantalla del ordenador, papiro tecnológico de
nuestro tiempo.
Disfruto el
mágico hechizo del idioma y del libro, como acontece con el Gabo colombiano que
redactó otro Quijote con sabor a mango y guayaba. Sí, los alabo y respeto,
porque el castellano me ha hecho más maduro, un ser pensante que nombra y que
petrifica el tiempo en las hojas inmortales del libro.
Yo no reniego
de otros idiomas, sólo me extasío con el mío. Otros habrá y está bien que así
sea. Lo que alabo es la musicalidad del vocablo, la versatilidad y elegancia
cuando lo miro reflejado en las páginas del texto. Aunque no faltan detractores
que le acusen de ser excesivamente literario, con multiplicidad de vocablos
para decir lo mismo, olvidando que ello no es debilidad, sino fortaleza.
Hablar es cosa
de dioses y el libro otra maravilla de la creación. Por eso el castellano tal
vez huela a incienso, pero no por el catolicismo, sino por la mística, por la
palabra en boca de Sor Juana Inés de La Cruz y las plegarias de La Sierva de
Dios Ana Moreno del Castillo. Hay en todo ello un lenguaje complejo y
trascendente que se incrusta en los recodos del alma.
El idioma es
más que letras y las letras mucho más que simples grafías. El libro en la mano
inicia el diálogo interior, la comunicación con un mundo íntimo y externo al
mismo tiempo. En esas hojas me transformo, sufro y amo, sueño y enmudezco
recorriendo biografías, ensayos y suspiros cósmicos.
Desde los petroglifos precolombinos, pasando por los añejos relatos de los archivos parroquiales y la décima escrita en hojas del cuaderno escolar, hasta la pantalla luminosa del ordenador, el idioma captura las imágenes de lo que somos y el libro es el soporte de esa maravilla de las letras alineadas, fotografía de lo inmortal.
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