1. La nuestra es una generación que
nació montada a caballo entre la herencia de la sociedad colonial y el empuje
de la modernización del siglo XIX y primera mitad de la vigésima centuria.
Cuando nacemos en los años cincuenta ya el porrismo ha construido la carretera
– treinta años antes- y no queda casi nada de los barcos que comunicaban la
península con los fondeaderos de botes de la ciudad de Panamá.
En la región santeña los centros
educativos son pocos y en el horizonte se divisan las moles arquitectónicas de
la Escuela Modelo Presidente Porras y la Juana Vernaza. Hay escuelas primarias
pequeñas, pero al mismo tiempo tan grandes como la esperanza que se cifraba en la
Escuela Secundaria de Las Tablas, erigida en la llanería que enfila hacia Las
Cocobolas y vecina del estadio de béisbol
En la zona la vida intelectual
comienza a florecer; el guarareño Manuel F. Zárate gana premios Miró y Sergio
González Ruiz publica “Veintiséis Leyendas Panameñas” La austral Pedasí no es
sólo la gaviota que se quedó dormida en la arena, allí Antonio Moscoso Barrera alumbrará
– en los años sesenta- su “Buchí” y José del C. Saavedra Espino describirá
desde Guararé el mundo campesino en “Alma de Azuero”. Hay literatura impregnada
de ruralidad, porque esos somos, cultura orejana. Y tampoco falta en tales
calendas el compadrazgo político, al estilo de los gamonales de la campiña
santeña.
En el mundo musical en que se
mora, arrecia la disputa entre el aristocrático violín y los fuelles del
acordeón de Gelo, el mismo que heredará Dorindo. La lucha está en todos los
frentes de la cultura y la sociedad; retrocede el campo y la racionalidad de la
ciudad corroe la tradición. No se admite formalmente, pero los viejos sufren de
cabanga mientras los jóvenes migran a la capital provincial y nacional.
Hay una nueva apuesta social, porque el mundo cambió, aunque no estamos seguros de hacia dónde vamos, porque el Canajagua sigue siendo “gigante y cautivo”.
2. Colegiales. En el colegio
secundario es el primer día de clases. La mayoría no se conocen porque los
estudiantes proceden de lugares disímiles; pequeños caseríos que van de Pedasí
a Las Tablas, Guararé a La Villa y Macaracas a Tonosí. La muchachada no lo
sabe, pero ellos son el muestrario de la diversidad santeña y sobre sus testas
se escribirá otra historia. Algunos son más tímidos que otros, pero todos
campesinos. Son inteligentes y tienen la mente abierta, porque todo es nuevo:
el grupo, los profesores, el colegio mismo y su experiencia psicológica y
social.
La vivencia en la biblioteca es
también novedosa, como el dar educación física o pasar al laboratorio de
biología o de educación para el hogar.
A puro pulmón, cada lunes, se
canta el himno del colegio, musicalidad que va horadando en los pechos
juveniles la conciencia de pertenencia al Caudillo, al Canajagua, al santeñismo:
“Se han abierto las puertas del
templo
que dan paso a la luz del saber…”
La docencia impacta en la
conciencia juvenil, los profesores lo son y lo parecen. Fondo y forma. En el
Aula Máxima hay silencio, los educandos están formados en filas mientras el director
diserta. Allí, en ese recinto, se hace de todo: recitales, obras de teatro,
concursos y graduaciones. Se aprende a soñar, a descubrir que el mundo es más
grande que la fiesta de toros y la perdiz montaraz.
En aquella época todos los
caminos conducen al colegio. Y se arriba a él por los medios más dispares: a
pie, en bicicleta, en automóvil o en las chivas. Algunas tan populares como la
que procede de Santo Domingo y que conduce “Chinda” (Gumercinda Solís), una fémina
que se anticipa a su época. Mientras, la de “Chago Mima” (Santiago Reyes) llega
repleta de guarareños, sentados unos frente a otros o colocados en improvisados
asientos en el centro del trasporte colectivo.
Termina el tercer año y los
caminos se bifurcan, algunos serán letra, comercio y otros ciencia, pero poco
importa, porque la amistad está fraguada y los acompañará el resto de sus vidas.
El segundo ciclo pasará rápido,
como la adolescencia. A estas alturas todos se sienten manuelistas y un buen
día es diciembre. Hay brisa veraniega, aires de Navidad y el Año Nuevo está
próximo. Ese día, en la ceremonia de graduación, los llaman uno a uno, y se suben
al estrado a recibir el certificado de terminación de educación secundaria.
De vuelta a casa se siente el vacío, hay congoja interior que no es navideña, porque algo de sus vidas se quedó en el colegio, en las aulas, junto al asta de la bandera. Nunca les será indiferente ese edificio escolar, que siempre albergará los ecos de los graduandos de 1972.
3. Misión cumplida. Detuve el auto frente al alma
mater y leí sobre la pared: Colegio Manuel María Tejada Roca. Saqué fuerzas de
la debilidad que acarrean los años y me cuadré ante el edificio. Busqué el pino
que ya no existe y recordé aquella publicación, medio siglo atrás, en el
anuario Lumen: Musa Estudiantil, que era más emoción que poema:
“Por todo aquello, amigo mío,
dime: ¿tú que sientes”
Pasado medio siglo el grupo ha
cumplido. Ha sido fiel a las esperanzas fincadas en ellos. Creció la familia y
algunos ya son abuelos y pintan canas, pero el colegio continúa allí,
inamovible, retador, como ese día del encuentro en aquel primer año de
experiencias juveniles. Y allá en lo profundo del cerebro, en algún recodo
neuronal sigue vigente la campesina promesa de siempre: la inteligencia que
calza cutarras.
Milcíades Pinzón Rodríguez.
En
la tienda de Mercedes y Alejandro, Bella Vista de Guararé, a 11 de diciembre de
2022.
Extraordinaria la narrativa, muy emotiva, para los que vivimos esos años escolares de los 60/ 70
ResponderEliminarDescribe nuestro ser Azuerence de una manera sencilla y muy certera .
Gracias, Profesor Milciades Pinzon
Usted y su dominio extraordinario de la esencia de la santeñidad, con la pluma impecable de quien desde la emoción y la memoria revive una parte fundamental de su vida y de la de muchos de los que leemos su escrito.
ResponderEliminarExcelente escrito profesor Pinzón, saludos desde cerro El Barco
ResponderEliminarLa verdad que el retrato de lo vivido por 12 años y en especial de los últimos años en el Colegio, además de emoción me arrancó lágrimas. Una gran verdad es que vivimos una hermosa y valiosa experiencia que en su momento entre tantas emociones no lo concretamos como tal pero después de 50 años sólo nos resta decir valorar esta vivencia en su justa dimensión.
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